Operarios proceden al desmontaje tras el cierre de la oficina de Ibercaja en Tricio. JUSTO RODRÍGUEZ

Los últimos coletazos de la banca más tradicional

La Rioja pierde más de la mitad de sus sucursales en 14 años y ya hay, al menos, 122 municipios sin una oficina bancaria

Carmen Nevot

Logroño

Domingo, 20 de febrero 2022

La banca vive años convulsos. Las fusiones y las concentraciones, que fueron una de las consecuencias más visibles de la crisis financiera de 2008, sumadas a la revolución tecnológica, están cambiando a pasos de gigante el escenario habitual en años de bonanza. Una sucursal en cada esquina era el mejor reclamo para captar cada céntimo entre los nuevos habitantes de los barrios que, en pleno fragor inmobiliario, se extendían como tentáculos a norte y sur de las grandes ciudades. A día de hoy, en un momento de tipos de interés próximos a cero, la captación de ahorro ha perdido atractivo para las entidades financieras y con ello el mantenimiento de una extensa red de oficinas.

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Poco queda de aquella estampa. La Rioja ha perdido más de la mitad de las oficinas bancarias en catorce años. Justo antes de que estallara la crisis de 2008, 497 sucursales jalonaban el paisaje urbano y rural. En enero de este año, de acuerdo con los últimos datos difundidos por el Banco de España, quedan 236. Este sería el dato oficial al que, al menos, habría que descontar otras dos oficinas, las de Berceo y Tricio, que bajaron sus persianas a finales de enero.

El cierre de sucursales ha traído consigo severos ajustes de plantillas que han volatilizado la estabilidad que definía a un ecosistema que sigue en transformación. Pero también ha dejado 'huérfanos' a 122 municipios, según los datos oficiales y 124, sumando los mencionados Tricio y Berceo, en los que residen, de acuerdo con la última estadística del padrón continuo del INE, 5.160 mayores de 65 años. Estos son los más afectados por la tormenta perfecta que ha desencadenado la llamada desertización bancaria y la digitalización porque son los que peor se manejan con los móviles y las 'tablet'.

La tendencia es muy clara. Pero el color del cristal con el que se mira varía en función de quién ponga la lupa. Los consumidores denuncian lo que consideran un preocupante paso atrás, especialmente los mayores, y los empleados, aunque no todos, cada vez hacen más visible su descontento.

Uno de estos empleados es Raúl. No es su nombre real, prefiere mantener su identidad a resguardo por temor a que sus palabras tengan repercusión después. «De cómo empezamos a cómo estamos ahora no tiene nada que ver», lamenta. Décadas trabajando en el sector bancario, cuenta que empezaron dando un servicio al cliente «para que estuviese a gusto. Si alguien necesitaba una tarjeta se la dabas, y ahora lo que nos piden es que coloquemos ciertos productos que tenemos en campaña a los clientes. Esté bien o esté mal o le guste más o menos al cliente».

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Han pasado de ejercer la banca pura y dura –financiación, plazos, fondos de inversión, cuentas, tarjetas y seguros– a vender «desde teléfonos móviles hasta placas solares». A ello se suma la presión a la que, cuenta, les someten, con reuniones, correos y unos «seguimientos impresionantes». «Nos limitan las operaciones en caja y para un reintegro de importes pequeños nos dicen que les mandemos al cajero cuando nosotros estamos para ayudar». Al final, lo que él cree que buscan las entidades financieras es «quitar caja y todos a vender. Comercial puro y duro». A su juicio, este método «ha venido para quedarse». «A mejor no va a cambiar», sostiene.

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Los trabajadores daban la cara y los clientes «decían y hacían porque en ese momento había mucho miedo». Se dieron dos situaciones, explica. Por un lado, se empezó a hablar mucho de los 100.000 euros del fondo de garantía de depósitos que provocó «mucho miedo y la gente se empezó a llevar el dinero». A la vez hubo una bajada de tipos que provocó verdaderas subastas de tipos de interés. «La gente se llevaba el dinero por una centésima. Si tú le pagabas un 1,99 y otro un 2, se lo llevaban a otro sitio». Ese periodo algo más convulso se prolongó de 2011 a 2014. Después, la situación se normalizó y hasta 2021 fueron años buenos «en los que hemos trabajado mucho y bien», señala.

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Así hasta su prejubilación, que «en contra de lo que opina la gente, los costes son por parte de la empresa. En este caso se podría decir que Caixabank prefiere pagar algo, con unas condiciones pactadas, y tenerme en esa situación que tenerme trabajando». Consciente de la desaparición de oficinas, dice entender a las dos partes, tanto a los clientes como a los bancos. «Poner un cajero vale mucho dinero y mantenerlo también. ¿Cuántas operaciones hay que hacer para que resulte rentable?».

«Hemos pasado de ejercer la banca pura y dura a vender desde teléfonos móviles a placas solares», lamenta un empleado

Todo ha cambiado. En sus inicios, en 2006, «la uva se pagaba como se pagaba y no hacía falta casi ni hacer negocio porque el dinero entraba solo, todo era de color rosa». En ese momento que todo iba bien, daba igual perder diez minutos con un cliente llamando, por ejemplo, a su compañía de la luz si tenía algún problema de domiciliación. «Ahora eso es inviable. La gente mayor está acostumbrada a que en los bancos les resolvieran los problemas y este era un punto al que acudían y eso es imposible ahora», apunta.

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Pese a todo, considera que no es cierto que no se atienda a los clientes, sino que «se ha cambiado el sistema y se pretende hacer un servicio más personalizado». Explica que con la pandemia todo el mundo se ha acostumbrado a llamar por teléfono y que le atiendan y «lo que se intenta es organizar el servicio a los clientes dando citas, pero a nadie se deja de atender», insiste.

María José Olarte, responsable del sindicato financiero de UGT, tiene otra visión. Cree que en esta tormenta desatada por el cierre de oficinas y horarios de atención al público cada vez más restringidos, es un «clamor general» que las entidades están exigiendo incrementar la productividad con menos personal y «con una serie de controles salvajes: reporting, cuadrantes draconianos...». Muchos, sostiene, se sienten en tierra de nadie porque «tenemos que estar dando la cara y obedecer a la entidad».

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Confiesa que se le cae «el alma a los pies» cuando tiene que salir «con un abuelo al cajero automático, un abuelo con cataratas o parkinson, a sacar 50 euros al cajero». Cuenta que tienen que estar enseñando a los clientes a hacer una transferencia 'on line' porque si no «sabemos que les van a penalizar, les van a cobrar». Además, tampoco está bien visto que se hagan transferencias en las oficinas. Al final, el resultado es que «tenemos que aguantar el chorreo de los clientes y las presiones que nos llegan de arriba».

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