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Los restos del castillo de Autol se yerguen sobre el apéndice rocoso. Justo Rodriguez
Los pueblos de la piedra

Los pueblos de la piedra

Los municipios del valle del Cidacos se acuestan junto a una peña formidable y agujereada, que aún guarda las huellas de un pasado troglodita

Pío García

Logroño

Jueves, 27 de agosto 2020, 20:27

El sol cae con furia, como si tuviera alguna cuenta pendiente con el valle del Cidacos. Los rayos golpean salvajemente en la roca y le arrancan destellos dorados, cegadores. Las matas de romero y de espliego aguantan heroicamente entre las piedras. Es este un paisaje duro, severo, incluso hostil, pero de una extraña belleza mineral. Desde el castillo de Herce, uno se asoma al acantilado y descubre cómo el río, que corretea jovial e infantil por el fondo del valle, ha conseguido, con una paciencia de milenios, pegar un tajo formidable a la montaña y dejarla abierta en carne viva.

Los pueblos del Cidacos se funden en la roca: se acuestan en ella, la agujerean, la escalan, tratan de dominarla, llenan de castillos sus apéndices, la contemplan con fascinación y con temor. Autol, Quel, Arnedo, Herce, Santa Eulalia, Arnedillo...; todos ellos se ocultan entre los pliegues de una peña colosal e indómita, que parece protegerlos y acunarlos, pero que a veces exige su tributo. En Quel, por ejemplo, aún guardan el recuerdo de desprendimientos fatales que se cobraron varias vidas en el siglo pasado. Por eso el pueblo ha ido creciendo hacia el valle y las casas que se metían en la piedra fueron quedando abandonadas. Todavía persisten, sin embargo, huellas de una vida troglodita no muy lejana. Más allá de la calle Sacristana, el camino que bordea la peña está salpicado de restos de pavimentos, de cerámica, de pintura, de antiguas paredes...

Quel es ahora un pueblo entre paréntesis. El barrio de las bodegas y la peña sobre la que asienta el castillo encierran un valle rico y alegre, con huertas y frutales. Desde lo alto del barrio bodeguero, entre decenas de toberas que brotan del subsuelo buscando aire limpio, se consigue la mejor perspectiva del municipio. El castillo arriba, la iglesia abajo, el caserío arracimado y un fabuloso telón pétreo que cae por detrás del municipio. Tiene la villa de Quel algo de teatral, de escenario tremebundo, y uno cae en la tentación de pensar que quizá por eso su hijo más célebre, Manuel Bretón de los Herreros, se ganó la vida escribiendo comedias.

El camino hacia las 'cuevas del ajedrezado' y la entrada a una de las grutas horadadas en la piedra en Santa Eulalia Somera; y panorámica del pueblo desde el barrio de las bodegas; Justo Rodriguez
Imagen principal - El camino hacia las 'cuevas del ajedrezado' y la entrada a una de las grutas horadadas en la piedra en Santa Eulalia Somera; y panorámica del pueblo desde el barrio de las bodegas;
Imagen secundaria 1 - El camino hacia las 'cuevas del ajedrezado' y la entrada a una de las grutas horadadas en la piedra en Santa Eulalia Somera; y panorámica del pueblo desde el barrio de las bodegas;
Imagen secundaria 2 - El camino hacia las 'cuevas del ajedrezado' y la entrada a una de las grutas horadadas en la piedra en Santa Eulalia Somera; y panorámica del pueblo desde el barrio de las bodegas;

A cuatro o cinco kilómetros, Autol también tiene un castillo –aunque da la impresión de irse deshaciendo poco a poco, como si fuera de arena– y un pedazo de roca que se enreda entre las casas con una coquetería gatuna. En Autol la geología se ha vuelto caprichosa y ha dejado dos monumentos singulares, que se yerguen más curiosos que altivos: el Picuezo y la Picueza parecen gigantes petrificados en su danza amorosa. Ahora campan a sus anchas en un coqueto jardincito que les han hecho a orillas del Cidacos; en días como hoy quizá les hubiera apetecido darse un baño en esas aguas que bajan tan revoltosas y frescas. Hay gente que lo hace. En la carretera hacia Arnedillo, cuatro o cinco jóvenes se han detenido en una chopera, han dejado el coche a la sombra y se han metido en el río. Disfrutan, se salpican, se tumban.

La carretera que avanza al lado del Cidacos atraviesa las dos Santa Eulalia: la Bajera, que tiene ayuntamiento propio; y la Somera, que es pedanía de Arnedillo. Un puente las separa. A la altura del frontón, una misteriosa señal en la calzada pone: «Eremitorio». Conduce hacia una senda enroscada que serpentea por la roca y acaba en una empalizada. Con el termómetro rozando los 35 grados cuesta un triunfo subirla. Al llegar, un cartel avisa a los cronistas de que están a punto de conocer las «cuevas del ajedrezado»; pero también les indica que han elegido un mal día para hacerlo: se abren los viernes, sábados y domingos, de 11 a 14 horas. Los cronistas resoplan y caminan despacio por la senda de madera que han construido junto a la peña. La puerta que franquea el acceso principal a la gruta está, en efecto, cerrada, pero al menos disfrutan de un bonito premio de consolación: ante sus ojos se despliega, majestuoso, feraz y apacible, el entero valle del Cidacos. No acaba ahí su suerte, ya que otro caminito de tablas conduce a una pequeña gruta abierta de par en par. Entran en silencio, ligeramente sobrecogidos, también con un poco de temor: hay un profundo misterio en estas cuevas que quizá sirvieron de hogar a algún eremita medieval o en el que se desarrollaron quién sabe qué ritos fúnebres. Los cronistas se quedan un rato en silencio y luego se van. Se proponen regresar otro día. Un viernes, sábado o domingo de 11 a 14 horas.

Hoy, sin embargo, deciden coger el coche y llegar hasta Arnedillo, un enigmático lugar marcado por la geología: los buitres se pasean por el firmamento, las aguas brotan calientes y la piedra parece engullirse incluso la carretera. Pero es también un lugar alegre y despreocupado, risueño, lleno de bares, tiendas y restaurantes y de gente que se pasea y se saluda con diferentes acentos. Un buen lugar, en fin, para sentarse en una mesa, apartarse un poco la mascarilla y tomarse un vermú.

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