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A las hijas de la Ino les gustaba el río desde niñas. En Robres, los veranos en los setenta no daban para mucho más: tomar el sol, esperar a que subiera al pueblo el tendero de turno y, por la noche, salir a la ... fresca a escuchar historias debajo de las campanas. Entonces todavía cantaban los cucos entre el empedrado de las calles. Y de fondo, siempre presente como un arrullo, el rumor del río pasando bajo el puente.
Si el agua fuera el tiempo que pasa y el puente fuera el presente, ¿dónde estaría el pasado y dónde el futuro? El abuelo, agrario, guasón y sabio a su manera, solía discurrir adivinanzas así. O quizás las leyera en algún libro. El pasado, contestaban las nietas sin pensarlo mucho, está río arriba, en las montañas donde nace, y el futuro corre hacia el valle. Los ríos dan en otros ríos mayores, que van a morir en el mar; lo habían aprendido en la escuela. La solución al acertijo era fácil. Pero el abuelo se reía y, mientras liaba un Ideales, meneaba la cabeza con algo parecido a la pena.
Fuera como fuese, el río Jubera, el octavo de los siete valles de La Rioja y uno de los más exangües, revive como un recuerdo con las primaveras generosas. Este abril que tiene los montes cubiertos de nieves tardías y esponjados de agua, manan sus fuentes igual que antaño y corren los torrentes con una alegría casi olvidada. Y el río, sin pensar en el estío que vendrá, canta otra vez de peña en peña, turbio y fresco, como cuando era joven.
Afluente del Leza, el Jubera nace entre la Atalaya (1.518 m.) y Peña Horcajada (1.333 m.), en esa zona agreste de la sierra donde Cameros se convierte en La Hez. Encajonado entre ambos macizos discurre luego al norte por Robres del Castillo y Jubera, el pueblo que se bautiza en él y le abre las puertas al valle después de las estrecheces del Tejedo (1.138 m.). De San Martín, Santa Engracia y Lagunilla le llegan por la margen izquierda tres de sus barrancos más nutridos antes de desembocar en Murillo de Río Leza y, ya junto a su hermano mayor, darse al padre Ebro en Agoncillo.
Si hasta la cuenca del Iregua La Rioja occidental es de influencia atlántica, el clima mediterráneo se impone por levante justamente hasta el Leza y el Jubera. Aquí todo es más seco, más árido y más áspero. Los nublados son menos lluvia y más tormenta y los ríos lo tienen difícil para mantenerse en la superficie durante buena parte del año. Pasan meses secos como cantarrales encharcados, hasta que llega una crecida que arranca bocados de esta tierra dura y pelada a base de cerriles siglos de deforestación y pastoreo y la arrastra muy lejos, dejándola más yerma aún.
Al contrario que el Camero Nuevo, el Viejo no ha sido capaz de reverdecer mínimamente. Y a La Hez le ha ido aún peor. Quizás por humilde o por olvidada hay quien llama a esta comarca las Alpujarras riojanas. O quizás sea porque su belleza también hay que saber buscarla. Ciertamente la tiene, pero, de puro arraigada, casi oculta.
Buscando río arriba, para encontrar las fuentes del Jubera hay que subir hasta la aldea de Santa Marina (1.243 m.), casi en el mismo cielo de La Rioja. En días despejados, desde su espectacular meseta se alcanza a ver La Demanda y Urbión e incluso el Moncayo y los Pirineos. Sus preciosas lagunillas estacionales entre pastos y 'estrepas' vierten indistintamente al norte, hacia el despoblado de Reinares, formando el barranco de Santa Engracia, y también al este y al sur, hacia la dehesa de La Monjía. Este collado (1.197 m.) entre Peña Horcajada y Atalaya marca la divisoria de aguas con el Leza -Valdeosera y Treguajantes no quedan lejos, la gente de Hornillos conserva cerca su antigua nevera- y es, según las mapas y los lugareños, el nacimiento del Jubera.
Recorrer este vallecito suspendido en mitad de ninguna parte, dominado desde lo alto por la aldea de La Santa (1.170 m.) y hoy coronado por un parque eólico que se extiende desde Nido Cuervo (1.486 m.) hasta Cabizmonteros (1.389 m.) y más allá, es hacer un viaje en el tiempo y exponerse al naufragio de la memoria. Pinares de repoblación de más de cincuenta años tratan a duras penas de contener la erosión de las laderas y cobijar el robledal y el hayedo autóctonos, que rebrotan ya sin la presión de los antiguos rebaños. Es casi la única consecuencia positiva de aquel éxodo rural que hundió nuestros pueblos.
Como añorante de aquello, a su paso junto a las ruinas silenciosas de La Monjía, Ribalmaguillo y Oliván, va creciendo el joven Jubera con lo poco o mucho que puedan tributarle los arroyos de la Presa, del Pozo, de Peña Grande, Fuentezosa y otros cuyos nombres podrían haberse perdido ya para siempre, lo mismo que se van perdiendo caminos y sendas a cambio de pistas forestales. Más adelante se suman los aportes del barranco del Sepulcro, de Buzarra, de Valtrujal, de San Vicente... Entre todos hacen el Jubera algo más recio y ayudan a que llegue a Robres con brío suficiente para saltar una pequeña cascada idílica.
Al Goyizo las hijas de la Ino tenían prohibido acercarse porque era un pozo tan profundo que se había tragado siete muletos de una vez. El chorro de un par de metros forma un embudo en la roca y una caldera oscura que no tiene fondo. Ese cuento las mantuvo durante un tiempo en el Tórtoras, más pequeño y menos amenazador. Pero, como si las arrastrase el agua, como si las atrajera el pozo, como si estuviesen yendo hacia el futuro, las chicas crecieron y no tardaron en bajarse allí para siempre.
Hoy saben, como lo sabe el molino o como los peces que saltan para intentar remontar el chorro, que el tiempo pasado también puede ser el agua pasada. Y que el futuro es el agua que está por venir; la que viene de la montaña y hay que subir a buscar. Quizás era por eso que callaba su abuelo, alegre y triste al mismo tiempo.
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