RUBÉN CAÑIZARES
Lunes, 28 de marzo 2016, 09:33
Si le preguntaran a los dirigentes españoles y a los aficionados de nuestro país qué deportistas regresarán de Río de Janeiro el próximo verano con la medalla de oro colgada de su cuello, una gran mayoría de ellos daría el nombre de Javier Gómez Noya ( ... Basilea, 25 de marzo de 1983). Este triatleta pontevedrés, hijo de emigrantes gallegos en Suiza, es uno de los máximos referentes del deporte español desde hace ya bastantes años y el número uno del mundo en lo suyo. No hay nadie que nade, monte en bicicleta y corra mejor que él. Tres veces campeón de Europa (2007, 2009 y 2012) y cinco del mundo (2008, 2010, 2013, 2014 y 2015), ya obtuvo la presea de plata en los Juegos de Londres de hace cuatro años, y acude a la cita olímpica de este 2016 con el oro entre ceja y ceja: «Sería un título muy importante que no tengo en mi palmarés. Es un reto apasionante y todo el trabajo de este año está centrado en Río. Estoy muy ilusionado», explica a Gómez Noya.
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Pero para llegar a ser el gran favorito de la prueba de triatlón de unos Juegos Olímpicos, Javier ha tenido que trabajar mucho y muy duro desde que era un imberbe. A nadie se le regala ser el número uno de ningún deporte, menos en uno tan exigente como el triatlón, y en el caso de nuestro protagonista es literal. Cuando Gómez Noya tenía 16 años se le detectó una anomalía cardíaca que inició una desagradable guerra entre el Consejo Superior de Deportes y el triatleta, que cerca estuvo de acabar prematuramente con la exitosa carrera del gallego: «Según el CSD y algunos de sus especialistas médicos, la valvulopatía que sufría era una de las causas más frecuentes de muerte súbita, especialmente si afecta a la raíz de la aorta, pero yo siempre me defendí con exhaustivos informes de prestigiosos cardiólogos en los que quedaba constancia que mi anomalía estaba controlada y no era grave», explica Javier, tan seguro como lo estaba desde el primer día que su problema de salud nunca ha sido tan grave como el CSD intentó hacerle ver: «Mi valvulopatía no me afecta en nada. Lo único que hago son unos seguimientos periódicos desde hace 18 años para comprobar que todo está bien y que no evoluciona a peor. Hubo una discrepancia médica entre la jefa de Cardiología del CSD y el resto de cardiólogos que me vieron y eso generó una discusión, un debate médico con otras consecuencias y una persecución a otros niveles, más burocráticos. Pero al final, afortunadamente, se impuso el sentido común y yo estoy sano, como siempre defendí».
Difícil de predecir
Tanto para su calidad de vida presente y futura, como para ser un deportista de élite, el corazón de Javier está robusto como el acero: «Igual en un futuro tendría que reemplazar la válvula, pero eso es muy difícil de predecir porque no hubo ningún cambio en los últimos 18 años. La clave son los controles periódicos a los que me someto», comenta.
Su vida en ningún momento corrió peligro, como le insistían en el CSD, pero el palo cuando se le comunicó la noticia fue considerable: «Es cierto que al principio me preocupé por mi salud. Fue una decepción muy grande porque veía mi carrera truncada. Ni siquiera me consolaba el cariño y apoyo de mis padres. Yo les decía: ¿Qué hago? ¿Estar borracho por ahí todas las noches?, y ellos me intentaban animar diciéndome que era muy joven y que, aunque ese problema pudiera afectar a mi carrera deportiva, no lo haría a mi día a día. Me insistían en que tenía por delante toda una vida y que podía hacer todo lo que quisiera, pero no era eso lo que yo quería escuchar en aquel momento», detalla Javier.
Lo que Gómez Noya quería oír es que su corazón estaba sano y por eso acudió a pedir una segunda opinión médica ante la intransigencia del CSD, que incluso le retiró la licencia. Ahí emergieron las figuras de los galenos Nicolás Bayona y William McKenna, sus dos ángeles de la guarda: «El doctor Bayona gastó su tiempo y su dinero por mí para estudiar en profundidad mi caso. Siempre le estaré muy agradecido. Además, me llevó hasta el doctor McKenna, miembro del equipo de cardiología del prestigioso Hospital San Jorge de Londres, para que me viera en su consulta y, una vez comprobado que era un chico apto para competir a alto nivel, McKenna también decidió apoyarme, y de manera altruista, en los debates médicos que tuve con el CSD».
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Según describen sus íntimos, Gómez Noya es un trozo de pan que nunca deja de sonreír, pero le costó tanto asimilar lo que para él era una tremenda injusticia que durante los cuatros años (1999-2003) de calvario y pelea burocrática y médica contra el CSD solo sus padres estuvieron al día de lo que pasaba por su mente: «Era un tema que no me gustaba tocar. Era duro para mí. Por eso, no me sentía cómodo hablando de ello y lo evitaba con mis amigos».
Javier se sintió en muchas ocasiones «un deportista adolescente forzado a jubilarse», como describe Manuel Jabois en el prólogo de su exitoso libro A pulso (editorial Córner), que relata la historia de superación del hoy mejor triatleta del planeta: «Toda esa lucha, las ganas que tenía de demostrar al mundo que yo valía para esto del triatlón y el intento por parte del CSD de retirarme antes de tiempo me hicieron más duro y, sobre todo, mucho más maduro. Desde entonces, veo las cosas de otra forma y aplico todo esa enseñanza en los entrenamientos y las competiciones. Además, aprendí mucho sobre la gente, quien está contigo por interés y quien te aprecia y está contigo porque son amigos de verdad. También empecé a relativizar otras cosas, como los resultados en la competición. Las derrotas duelen, pero las ves desde otra perspectiva y no te lo tomas tan mal. Sabes que hay cosas peores. El hecho de poder competir ya debe ser una alegría».
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Humilde y sencillo
Tras dejar atrás todo el conflicto médico con el CSD y recuperar su vida normal, Gómez Noya siguió trabajando y peleando por sus sueños como si nada hubiera pasado: «Intento ser buena persona, humilde y sencillo. Esos valores son los que he aplicado en mi vida. Siempre tuve claro que para conseguir los objetivos tenía que trabajar mucho. Si tuviera más talento, igual no necesitaba trabajar tanto. Pero la única fórmula que conozco para llegar al éxito es la disciplina y el rigor. Solo hay que fijarse en todos los grandes deportistas de este país para saber que esa es la actitud adecuada».
Javier, conocido por muchos como «el hombre de hierro», no tiene cabida en su vida para el rencor y solo mira el lado positivo de tanta contrariedad sufrida en los primeros años de una excelsa carrera que puede tocar cima el próximo mes de agosto en Río: «A veces me sentí un prófugo porque está claro que se me persiguió. Eso es una realidad. Se me prohibió entrar en centros de entrenamiento y se intentó que no compitiera ni en triatlones ni en pruebas populares. Fue una polémica que llegó demasiado lejos, pero el sufrimiento mereció la pena. Ahora miro todo lo que he conseguido, todos los sueños que he cumplido y aún puedo cumplir y sonrío. Mereció la pena pelear tanto. El triatlón es mi vida y así quiero que sea el resto de mis días».
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