Lo que comían nuestros abuelos
Recetas pobres para engañar al hambreLo que comían nuestros abuelos
Recetas pobres para engañar al hambreLos niños que nacieron en los años 40 mamaron que el pan blanco era un lujo en aquellas mesas famélicas de la posguerra y muchos se criaron sin echarse a la boca siquiera un chusco. Por eso, hoy esos mayores de ochenta y tantos no ... perdonan un trocito a la mesa, algunos siguen besando ese trozo que ha caído al suelo por descuido y les cuesta tragar con el pan oscuro tan saludable porque les recuerda a los años del hambre. «Para esa gente, comer sin pan es raro, como si fuese una manera 'menguada' de alimentarse, una falta imposible de rellenar. Porque hace noventa años el pan significaba también comer como 'personas civilizadas'.
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Por eso fue un símbolo, económico y moral, de la época. ¡Si incluso se utilizó como propaganda de guerra! Las tropas de Franco repartían pan», recuerda Lorenzo Mariano, doctor en Antropología y autor junto a David Conde del libro 'Las recetas del hambre' (Crítica), un «contrarrecetario» que reconoce la inventiva de tantas familias en apuros por poner algo a la mesa con lo que engañar a esos estómagos vacíos. Aunque fueran las mondas de patata que hoy se sirven como aperitivo gourmet o la energética algarroba, que antes era comida de animales y ya se usa en la gastronomía de lujo, o las bellotas que actualmente están en peligro por la sequía.
En su recorrido por la gastronomía española de la escasez, los autores han escuchado «historias tremendas». Como la de ese anciano de Ciudad Real que no olvida cuando su padre, siendo él un niño, le metió en un pozo para que sacara algún trozo de un animal muerto que se estaba pudriendo allí, porque decía que seguro que habría partes que todavía se podrían comer. «Han pasado casi ochenta años, pero ese hombre se acuerda aún del olor del pozo».
A través de más de 400 entrevistas y 87 recetas –pan con vino, sopa de caballo cansado, hervido de borraja, arroz soltero, pellejo de naranjas frito, turrón del pobre...– los autores rememoran los años de la hambruna para retratar, no solo aquellas mesas casi vacías, también la audacia con la que sus comensales enfrentaron el hambre. Un hambre más que físico: también era una sombra de vergüenza.
«Muchos de quienes pasaron penurias todavía hoy lo niegan, dicen que les pasó a otros, a sus vecinos... pero no a ellos. Porque el hambre ha sido durante mucho tiempo algo vergonzante. Yo nunca hablé de eso con mis abuelos, era patrimonio de lo íntimo». Ya no lo es. «Hemos querido hacer de esa estampa de perdedores todo lo contrario, una reivindicación de cómo tantas familias consiguieron salir adelante».
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Además de recetas, el libro da testimonio del clima social y económico de la época. «Hoy las noticias de la inflación nos acosan, pero en la posguerra el precio de algunos alimentos centrales como las patatas se llegó a incrementar un 647%», dan el dato. «A veces hacíamos diez o doce horas de cola para poder comprar algo de pan en la tahona. Entonces te llegaba el turno y te decían que se había acabado», recogen el testimonio de Francisco López, un granadino que recuerda «el drama en casa» cuando eso sucedía.
¿Y cuando no había pan u otros alimentos? Entonces había que hacer «bricolaje culinario» y, así, se servía «café que se parecía a café» –en 1939 un kilo de café costaba 15 pesetas y 50 céntimos, un dineral por el que te daban cinco kilos de besugo fresco–, pan duro untado con vino tinto para que desayunaran los niños, calamares fritos sin calamares o tortilla de patata... sin patatas ni huevos. «Para conseguir el sucedáneo de huevos se ponen unas gotas de aceite, cuatro cucharadas de harina, diez de agua, una de bicarbonato, una pizca de pimienta molida, sal y colorante para darle el tono. Se bate todo hasta convertirlo en una crema bastante líquida, como si fuera huevo batido. Luego se añaden peladuras de naranja escurrida y se mezcla en la sartén como se mezclaría una tortilla de patata».
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Gracias a que en muchas casas nunca faltaron garbanzos el hambre fue algo menos... «Garbanzos para cenar, para comer, para almorzar... No había alternativa, de modo que cada día había tres ollas de garbanzos en casa: la del día anterior para comerlos hoy, los que estaban cociéndose para el día siguiente y una tercera con garbanzos a remojo».
Otro alimento básico de esos años fue el arroz, pero estaba racionado. «¿Arroz con qué?, preguntábamos los niños. 'Arroz con pena', contestaba mi madre. Porque no era ni arroz, era trigo machacado con agua y unos ajos». Y las sardinas... «Siempre se tenía en cuenta quién se había comido la parte de la sardina con la cabeza, que era la que más carne tenía, de modo que para la siguiente vez se le daba esa parte a otro».
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– ¿Cuál es la receta que, a su juicio, simboliza mejor el hambre de esos años?
– Los boquerones de secano, que se preparaban con unas hierbas llamadas lenguazas. Se les llamaba boquerones porque mantenerles ese nombre permitía mantener la distancia con la escasez.
Pan de centeno
Azúcar
Vino
«En la zona de Pontevedra había unas sopas que eran de pan de centeno, a las que se les añadía azúcar y vino tinto. Se tomaban en el desayuno».
Kilo y medio de borrajas frescas
Patatas
«Pelaban las hojas de las borrajas y les quitaban las hebras a los tallos. Se hervían 30 minutos. Aparte, las patatas cocidas. Y un poco de aceite, con suerte».
Lenguazas
Harina
Aceite
«Había una hierba llamada lenguaza, con hojas de dos dedos de ancho. Se quitaban los pinchitos, se enharinaban y se freían como si fuera pescado».
Bellotas
Aceite
Agua
Miel
«Se cocían las bellotas y se aplastaban para amasarlas luego con aceite y miel. A esa masa se le daba forma de polvorón y se cocían unos minutos».
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