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En el Viacrucis de Viernes Santo de 2005, apenas unas semanas antes del cónclave para elegir al sucesor de Juan Pablo II, el entonces cardenal ... Ratzinger habló de la necesidad de limpiar «la suciedad» de la Iglesia. Como prefecto (ministro) de la poderosa Congregación para la Doctrina de la Fe (el antiguo Santo Oficio y antes Inquisición) acumulaba ya un pesado e interminable dossier sobre los abusos a menores por parte de sacerdotes, religiosos y laicos. Una vez elegido Papa y rodeado de «lobos», a Benedicto XVI le faltaron fuerzas para ejecutar el plan de limpieza de la «porquería», aunque sí es verdad que puso los cimientos y abrió la puerta para abordar aquella lacra criminal. Para «destapar la olla», según una expresión utilizada por el papa Francisco, que fue quien pegó el 'puñetazo' sobre el altar para poner fin a años de ocultamiento y encubrimiento.
«Hemos descuidado y abandonado a los pequeños». Fue el 20 de agosto de 2018 –cinco años después de su designación– cuando el Pontífice argentino hizo pública una dramática Carta, escrita «con vergüenza y arrepentimiento», por «el crimen» de los abusos en la Iglesia. Francisco se refería a la cadena de «abusos sexuales a menores, de poder y de conciencia cometidos por un notable número de clérigos y personas consagradas».
En su diagnóstico identificaba ya uno de los males que se encuentran en la raíz del problema, el clericalismo, unas relaciones de poder que se han ejercido desde la supremacía religiosa y el control de las conciencias sobre los más vulnerables. Y decía más: «Durante mucho tiempo fue ignorado, callado o silenciado el grito de las víctimas». Francisco hacía suyo su sufrimiento y convertía la cuestión en uno de los grandes retos de su pontificado, consciente de la gravedad y la magnitud de una situación que ahondaba en la perversión y degradación de la institución eclesiástica. Y actuó con resolución. La impunidad fue durante años una ley general en una Iglesia que actuaba como una secta gremialista. Se imponía una cirugía severa. Fue el punto de inflexión.
La clave estuvo en Chile. «Francisco comienza a caerse del caballo. No se puede fiar de nadie, ni siquiera de colaboradores cercanos», sentencia un vaticanista. Se refería al 'caso Karadima', que luego se convirtió en el 'caso Barros'. El primero era un influyente párroco de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús de El Bosque, acusado de múltiples abusos a menores, laicos y seminaristas. El segundo era el obispo de la ciudad de Osorno, antiguo secretario del cardenal de Santiago Juan Francisco Fresno, identificado como el gran encubridor de la actividad criminal del cura. Las fechorías de Fernando Karadima, formador de sacerdotes, salieron a la luz en 2010 y la Santa Sede le suspendió de sus funciones en 2011. La complicidad de Juan Barros permaneció oculta hasta 2015, cuando fue nombrado obispo de la ciudad de Osorno. Entonces conoció la furia popular por aquel ascenso, que el pueblo de Dios veía a todas luces injusto. Pero no pasó nada, pese a que el nuncio, Ivo Scapolos, fue debidamente informado. El Papa no sabía nada.
Francisco se dio cuenta de la magnitud del problema y llamó al arzobispo de Malta, Charles Scicluna, uno de los mayores expertos del Vaticano en la lucha contra la pederastia y principal artífice de la normativa legislativa de los últimos años, para una misión en Chile: descubrir toda la verdad. Scicluna tenía una acreditada experiencia judicial en la Santa Sede, donde ha había ejercido como una especie de fiscal eclesiástico. Trabajó muy cerca de Benedicto XVI cuando éste percibió las fuertes ondas del tsunami que se le venía encima.
La bolsa de pus de la pederastia había reventado ya en algunos países con fuerte tradición católica, como en Irlanda, y había personajes emblemáticos en el seno de la Iglesia que eran piedra de escándalo. Scicluna había dirigido la investigación sobre el fundador de los Legionarios de Cristo, el padre Marcial Maciel, cuya depravada actuación fue ocultada por el Vaticano durante años. Fue un histórico proceso que abrió grietas en el muro de silencio de la Iglesia.
El informe fue demoledor. El Papa convocó a los obispos chilenos y les obligó a dimitir. Luego confió al capuchino español Celestino Aós, un navarro del valle de Unciti, la reestructuración de aquella Iglesia y su purificación. Parecía claro que a las iglesias locales el asunto de los abusos les entraba por una oreja y les salía por la otra. Había que conseguir una mentalización general.
Así nació la cumbre antipederastia. El Papa estaba dispuesto a acabar con la cultura del silencio, en la que las víctimas se sentían desprotegidas y a los culpables les salían casi gratis sus fechorías. La nueva estrategia pasaba por la celebración de una cumbre de todas las conferencias episcopales en Roma. La fijó para febrero de 2019. Con la reducción al estado laico del cardenal Theodore McCarrick, después de haberle quitado el birrete cardenalicio por sus abusos a menores, Francisco ofrecía una señal clara de que ya no habría impunidad. En la sala de mandos se había instalado ya Charles Scicluna, arzobispo de Malta pero con una misión especial en la batalla contra los abusos, que dejó claro el objetivo de la reunión: «El Papa no quiere que cada país encuentre su momento para decidir respetar la ley universal y hacer las cosas bien. El momento es ahora», declaró a los medios.
Se estaban preparando leyes, pero lo más importante era el cambio de mentalidad dentro de la Iglesia. Las órdenes católicas, masculinas y femeninas, de todo el mundo, emitieron un comunicado conjunto con una severa autocrítica sobre su actuación y saludaron aquel mini sínodo de purificación.
En efecto, 190 líderes religiosos reflexionaron durante cuatro días sobre la plaga de abusos sexuales a menores en el seno de la Iglesia. Trabajaron sobre un guión de 21 puntos, entre ellos el acompañamiento a los afectados por los abusos. Esto fue uno de los pilares de los cambios que se propusieron: acompañar, proteger y cuidar a las víctimas, ofreciéndoles todo el apoyo necesario para su completa recuperación.
Hubo asociaciones de víctimas que se sintieron decepcionadas por el resultado de la cumbre e incluso algunas organizaciones convocaron un encuentro paralelo para trasladar su mensaje a la asamblea mundial. El testimonio de las víctimas estuvo en las jornadas y su relato conmovió a una jerarquía que tuvo que escuchar duras acusaciones: «Ustedes son los médicos del alma, pero en algunos casos se han transformado en asesinos del alma», les reprochó una afectada, a la que un sacerdote violaba y había obligado a abortar hasta en tres ocasiones.
La tradición de ocultamiento de la verdad saltó por los aires. El discurso final del Papa fue contundente. Es cierto que no incluía procedimientos concretos, pero estaban por llegar. La cumbre no fue un «lavado de cara». Fue un punto de inflexión para un proceso de toma de conciencia y de cambio.
Francisco, en efecto, situó la plaga de los abusos como un fenómeno históricamente difuso en todas las culturas y sociedades y lo definió como un problema universal y transversal, pero no echó balones fuera: esa realidad no disminuye su «monstruosidad» dentro de la Iglesia, aceptó. «La inhumanidad del fenómeno a escala mundial es todavía más grave y más escandalosa en la Iglesia porque contrasta con su autoridad moral y su credibilidad ética», destacó el Papa, que describió el núcleo de la misión de la Iglesia: «anunciar el Evangelio a los pequeños y protegerlos de los lobos voraces».
El Santo Padre no dejó resquicios para malentendidos a la hora de establecer que la prioridad son las víctimas de los abusos en todos los sentidos y que la Iglesia nunca intentará encubrir o subestimar ningún caso. «Ningún abuso debe ser jamás encubierto ni infravalorado (como ha sido costumbre en el pasado), porque el encubrimiento de los abusos favorece que se extienda el mal y añade un nivel adicional de escándalo».
La emergencia de la crisis exigía pasar de las palabras a los hechos. Fue el jesuita Federico Lombardi, exportavoz de la Santa Sede y moderador de la cumbre, quien se encargó de anunciar la inminente publicación de un decreto papal sobre la protección de menores y personas vulnerables. En realidad se trataba de tres decretos que endurecen las leyes vaticanas: una ley de protección, unas líneas aplicables en todo el territorio del Estado pontificio y una carta apostólica en forma de 'motu proprio' (propia voluntad), que se hicieron públicos el 29 de marzo de 2019.
Tanto monseñor Scicluna como el padre Hans Zollner, presidente del Centro para la Protección de Menores de la Pontificia Universidad Gregoriana, destacaron que se trataba de normas claras para la protección de los derechos de las víctimas y que debían interpretarse también como un modelo y estímulo, como un mensaje ejemplarizante, para todas las diócesis del mundo e incluso para otros estados.
Un informe de la pontificia Comisión para la Protección de los Menores, reconocía en octubre del año pasado, que a la Iglesia católica todavía le queda mucho camino por recorrer para superar las dificultades actuales a la hora de afrontar la crisis de la pederastia eclesial. El documento abogaba por actuar con mayor transparencia e instaba a agilizar los procesos civiles y canónicos, al tiempo que pedía un procedimiento más claro para cesar a los obispos que encubran abusos a menores. Y, por supuesto, una mayor acogida y protección a las víctimas. Francisco, el artífice del 'puñetazo' contra la pederastia eclesial, solía repetir que «no puede haber misericordia sin corrección».
El 9 de mayo de 2019 el Vaticano dio un paso significativo y estratégico en su lucha interna contra los abusos sexuales. Daba a conocer la Carta Apostólica en forma de motu proprio 'Vos estis lux mundi' (Vosotros sois la luz del mundo) del Papa, un decreto para establecer procedimientos dirigidos a prevenir y combatir unos «crímenes que traicionan la confianza de los fieles». La normativa establece la obligación de denunciar los casos de violencia sexual a menores (con una edad inferior a 18 años) o sobre personas vulnerables (por enfermedad o deficiencia física o psicológica), así como cualquier maniobra para ocultar o impedir la investigación correspondiente. El padre Zollner destacó que esa «obligación religiosa» de denunciar que ahora incumbe a los clérigos es uno de los pasos más importantes porque no existía en ninguna parte de la Iglesia en todo el mundo. El decreto establecía, además, que las diócesis disponían de un año para dotarse de sistemas estables para presentar los informes. Las reglas obligaban a todos los escalafones. El nuevo protocolo recogía que las denuncias se pueden dirigir a los arzobispados o a la misma Santa Sede y garantiza la protección del denunciante, al que no se le puede imponer el silencio. Aprendidas las lecciones del pasado, de lo que se trataba es de acabar con la cultura del silencio y el encubrimiento.
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