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doménico chiapPE
Domingo, 21 de agosto 2022, 00:01
Apostado en una curva de la sierra de La Solana, a unos 15 kilómetros de la ciudad de Denia, el capitán Pablo Modroño, de la Unidad Militar de Emergencia (UME), observa de frente el incendio todavía activo de Vall d' Ebo, que ha arrasado esta semana más de 13.000 hectáreas y obligado a desalojar varios pueblos de esta comarca de la Comunidad Valenciana, como Famorca y Fageca. A sus espaldas tiene el Sanatorio de San Francisco de Borja, habitado por 60 personas mayores con escasa movilidad. Como jefe del subgrupo táctico de esta unidad de las Fuerzas Armadas ha preparado una operación de huida que se pondrá en marcha si las llamas bajan lo que queda de colina hasta un pinar que avivará la combustión. En cuestión de minutos podría llegar a una vaguada, luego al camino y de ahí al geriátrico. Frente al fuego tiene a buena parte de la centena de sus hombres. «Están allá arriba, en la lanza», dice Modroño, de 37 años, casi la mitad de ellos como militar y tres en la UME.
A la derecha del capitán, una familia prepara la evacuación de sus cabras ante la inminencia del peligro. A su izquierda se detiene un destartalado coche verde y baja un hombre que ruega que activen la búsqueda de un vecino que se niega a abandonar su casa y está dispuesto a apagar el fuego con cubos de agua al pie de un manantial entre Murla y Campell. «Tiene 70 años y lleva 15 viviendo solo», le describe. «Está acostumbrado a la piedra, va en bicicleta, se ha hecho duro. No va a salir».
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Por los cuatro costados de este grupo de la UME, que sirve de apoyo a los bomberos valencianos –con quienes colaboran codo con codo–, hay alertas que se disparan con un cambio de sentido de la brisa. La naturaleza, las personas, las propiedades penden del capricho atmosférico. Desde que las llamas empezaron a bajar por la colina, la noche anterior, preocupa el sanatorio. «Allí vive gente muy mayor pero tenemos capacidad para evacuarlos, en autobuses o ambulancias, y la mayoría de nosotros hemos hecho cursos de sanitario», afirma el cabo mayor Dionisio Bernal, un veterano que ingresó a la UME en 2007 y que acompaña a su capitán en este observatorio improvisado por la contingencia. «La clave está en ser amables, siempre con una sonrisa. La gente se pone nerviosa, no quiere salir de sus casas, pero entiende que se trata de salvar sus vidas». Cerca del fuego un helicóptero aterriza para llevar y traer a los que allí se afanan en controlarlo. Las rotaciones no se interrumpen.
En dos turnos, uno de mañana que comienza a las 8.00 horas, y otro de noche, que empieza a las 20.00 horas, los efectivos de la UME conocen las amenazas del fuego, el elemento más difícil de predecir. «Lo primero que hacemos es una valoración del riesgo, en la que analizamos factores como la meteorología, la orografía y el posible apoyo aéreo o de otras unidades», explica Modroño. «Siempre debemos tener una ruta de escape abierta».
Aun cuando se enfrentan a llamaradas y brasas, las lesiones más frecuentes de los miembros de la UME no son las quemaduras. Para evitarlo usan trajes ignífugos, botas de contraincendio, casco, gafas, guantes y siroqueras (un envoltorio incombustible que cubre la cabeza y el cuello). Las heridas usuales en las labores de extinción son las fracturas. «Cuando trabajamos de noche no se ve nada y hay que subir igual», mantiene el soldado Gabriel Pérez Ramírez, que durante una década ha estado en la lanza –el primer obstáculo humano contra el fuego con la azada y la manguera en las manos–, y ahora está en labores de logística. «Tropiezas, caes sobre la mano y te rompes un dedo, o una pierna». El otro daño más común es el golpe de calor, en parte por el efecto de sus 'epis', «aunque, como sudamos tanto, si entra una brisa nos refresca por dentro».
Este subgrupo táctico cumple la cuarta jornada en Vall d' Ebo y viene de un día de descanso después de tres en el incendio de Les Useres. Esta temporada ha combatido el fuego en Lérida (dos incendios distintos), Venta del Moro, Segovia, Ávila, Calles, Murcia y Castellón. «Este año es una burrada», resume Rafael Lagoa, brigada de 47 años, media vida como militar y nueve en la UME. «Es mi octavo incendio este verano, nunca había intervenido tanto. Lo peor es el caos que genera el fuego. La población civil colapsa y cuanto más se acerca a las zonas habitadas, más caótica se hace la situación y la actuación, más compleja. La gente se asusta y a veces trata de apagar el incendio por sus propios medios. Nosotros intervenimos para evitar que se hagan daño».
Repartidos entre lo arrasado y lo amenazado, los militares de la UME se dividen para afrontar mejor el control del incendio. «Hay equipos de ataque directo en el frente de la llama y otros en la zona sin llama, pero todavía caliente», explica el brigada Juan Carlos Muñoz Torrijos, en plena tarea de apagado en otro camino amenazado, cerca de Vall d' Ebo. «Debemos vigilar para evitar que se reproduzca y tener capacidad de reacción para atender los imprevistos en los focos aislados».
Cuando no están activos, los militares vuelven al cuartel. «Instrucción, instrucción e instrucción», describen. Este año, ese solaz es una rareza. Así que van de una localidad a otra, donde puedan necesitarlos, ya sea porque hay fuegos simultáneos o porque el acceso es difícil. Durante la misión «comemos genial, porque tenemos buenos cocineros», asegura Pérez Ramírez, y duermen en los campamentos que instalan en pabellones deportivos. Ellos llevan sus camas, se reparten los turnos y se cuidan de que los del día no coincidan con los de la noche. «Separamos los turnos y evitamos las típicas molestias», comenta Lagoa.
En contraste con la veteranía de sus compañeros, el soldado Javier Crespo cumple apenas cinco meses en la UME, aunque lleva ocho como militar, y ahora se estrena en las tareas de extinción. «La primera vez que me enfrenté al fuego fue en Lérida, y me impresionó», confiesa. «Pero ves a los compañeros, que tienen mucha experiencia, y con gente así vas muy seguro». En el cuerpo hay una máxima que repiten como un mantra: Sin rescatadores no hay rescate. Y a los novatos como Crespo los cuidan como una «familia», sostiene Lagoa. «Lo acoges como uno más y estamos encima para enseñarle».
Con las caras tiznadas de carbón, en las que el sudor se seca tan pronto que ni siquiera chorrea, y con las azadas en la mano y el machete en el cinto, otean el cielo en busca de humo, caminan sobre las cenizas, derriban rejas, buscan la humareda que les inquieta. Se internan en la espesura hasta dar con el origen de la fumarada. En este caso, un tronco carbonizado con una resistente brasa en su interior.
El inicio del fuego siempre se camufla en la nimiedad. Una chispa, un cigarrillo, un rayo. Dos hombres cargan el inmenso carbón vegetal, y lo llevan hasta una zona totalmente arrasada. Un mecánico de la UME, que aguarda en la carretera, da un consejo que sirve de explicación: «Cuando os veáis atrapados por un fuego, ir hacia lo quemado. Lo quemado no vuelve a arder. Eso sí, ahí las temperaturas son altísimas y derrite las suelas de los zapatos corrientes».
Las radios son el sistema nervioso que permite que este cuerpo militar funcione como un organismo vivo. Muñoz Torrijos, que tiene a su cargo a una sección de unos 40 efectivos, tiene tres radios y dos teléfonos encima. «Aquí seis-seis-mérida-mérida», «una casa amenaza con arder», «ya está subsanado», «ya no hay chicha», «hay que refrescar un poco», se escucha en las transmisiones. Están cerca del Puesto de Mando Avanzado, en un paraje pintado de negro por las llamas, que han lamido un antiguo molino reconvertido en casa. Todavía humea. Un viento y aquello podría convertirse en una gran fogata. La 'Nodriza', el vehículo pesado que carga 13.500 litros de agua para repartir a los todoterrenos más versátiles, se lanza al monte, y esparce su líquido sobre la maleza.
Superado lo urgente, lo mejor, sin embargo, viene con la misión cumplida. «La gente nos recibe con mucho cariño. No es algo anecdótico, porque siempre ocurre», sostiene Lagoa. «Lo he visto en los carteles y los aplausos. Incluso en los dibujos de los niños en las pizarras y las paredes. Es la verdadera recompensa y hace que merezca la pena». Pero este año ese final todavía no se vislumbra. «Seguimos trabajando», dice Modroño, días después de asegurar el sanatorio y a quienes lo habitan.
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