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Ella le llamaba «padre», pero cuando él bebía le repetía que si le había dado su apellido era por lástima. En las peleas maritales, la madre sabía escurrirse y el hombre iba a su habitación para levantarla «en un puño» y tirarla sobre la cama. Sucedía desde los 4 años. Se convirtió en una niña apaleada y atemorizada. Solitaria, acudía a la biblioteca o daba paseos sin compañía, recuerda M. P. L., quien prefiere que se le identifique sólo con estas iniciales. «Me dijeron que yo no era nada, que no valía. Me lo creí, lo vi normal». Este hombre trasladaba el sometimiento de la madre a la hija. No es un caso aislado: el 77% de los menores que han estado expuestos a la violencia machista han sido maltratados también por ese mismo hombre, según un estudio publicado por la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género.
La décima parte de los menores bajo el dominio machista admite que también ha sufrido violencia psicológica como insultos, humillaciones o miedo. Un 8% ha escuchado las mismas palabras que M. P. L, «no vales nada», y a un 5% se les ha intentado aislar de sus amistades, como también le ocurrió a a ella. «El daño se produce incluso cuando no han sido testigos de esa violencia. Aunque no la han visto ni oído, sí sufren porque las secuelas de la madre afectan la relación con sus hijos», explica María José Díaz-Aguado, catedrática de Psicología de la Educación de la Universidad Complutense y directora del estudio. En cuanto a los ataques corporales, los hijos testigos de las agresiones contra su madre admiten haberlas recibido también. «La frecuencia de la violencia física hacia la madre y sus hijos e hijas es similar, y puede aparecer en forma de castigo físico», indica Díaz-Aguado.
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Cuando M. P. L. cumplió 15 años, comenzó a vivir con su abuelo en una casamata. Hasta allí iba aquel hombre a intimidarles, porque la madre se había marchado. «Ella se enamoró de otra persona y él no lo aceptó», rememora. «Iba a casa a amenazar con un cuchillo. '¿Ve esto? Pues voy a rajar a su hija?', le decía a mi abuelo, que trataba de tranquilizarlo». No llegó a cumplir su amenaza, pero el abuelo murió de un infarto a los pocos meses, asegura M. P. L., que con 16 se casó con alguien de 34. Ya estaba embarazada de su primer hijo. Su nuevo hogar fracasó. «Él tampoco era una buena persona», resume. La vejaba, la conminaba a que se ganara la vida prostituyéndose, «algo que nunca hice», y le pegaba. «Una y otra vez».
Al cumplir la mayoría de edad decidió abandonarle. «Comprendí, ya con 19 o 20 años, que había sido víctima de violencia de género». Así se siente aún hoy y sabe que lo seguirá siendo muchos años más, atrapada en un circuito de embestidas y acorralamiento, del que ahora intenta salir.
Dos de cada tres personas logran romper el círculo de las agresiones machistas. «La reproducción que existe no es inevitable ni automática. Se produce por el deterioro de los mecanismos, valores y recursos psicológicos necesarios para no utilizar la violencia», analiza Díaz-Aguado. Para reconstruirlos «hay que aumentar los recursos» destinados a «una ayuda psicológica especializada, adecuada, con suficiente rapidez, duración y periodicidad».
A veces la ruptura del ciclo implica la crueldad absoluta. El asesinato machista se ha cobrado casi 1.100 vidas de mujeres desde 2003. La cara más abyecta se muestra en los asesinatos de los propios hijos, convertidos en objeto de venganza contra la madre. 41 pequeños han perdido la vida así en los últimos ocho años. Y esa sombra macabra también se cierne sobre los huérfanos, sobrevivientes de las arremetidas homicidas. Son visibles en los casos extremos, pero la mayoría pasan desapercibidos.
«Cuando asesinaron a mi madre hubo ensañamiento, la casa explotó», relata Joshua Alonso, hijo de Sesé Mateos, asesinada en 2017 en Galicia. «Vivir aquello en mis propias carnes me ha hecho replantearme la vida», afirma él. Tenía 25 años cuando un hombre, que no era su padre pero sí el de su hermano menor, preparó un artefacto con dos bombonas de butano, manipuló la salida del gas y regó de gasolina el suelo para aumentar la deflagración en el domicilio de la madre, con quien mantenía una relación «cordial», según medios locales. Con la trampa preparada, la esperó.
Se conjetura que el agresor la sujetó cuando ella, consciente del peligro, quiso huir. También se encontraron heridas de golpes en el cuerpo de Sesé, que a sus 50 años participaba en movimientos sociales feministas. En un principio, se temió por la vida del hermano pequeño, de 8 años, pero no estaba presente. «Es un superviviente porque ese hombre podría habérselo llevado por delante», dice Alonso, que no tiene ningún reconocimiento legal como víctima al ser mayor de edad cuando sucedió el crimen. «No hubo tiempo para el duelo porque había muchas cosas que gestionar, todas de golpe. Se nos paró la vida y, al mismo tiempo, el mundo seguía rodando».
Un niño que pierde a su madre por violencia de género queda al día siguiente en total indefensión. En este caso, Alonso asumió la tutela de su hermano -cuyo nombre prefiere no revelar-, que ahora tiene 13 años. Tuvo que interrumpir su vida -residía en Vigo con su pareja- para reconstruir otra. Además del dolor por la pérdida injusta de su ser querido, tuvo que iniciar una senda cuesta arriba, que comenzaba por volver a reunir la documentación vital, quemada en la casa, contratar abogados, solucionar cuestiones de la herencia, pagar impuestos de sucesiones...
Los hermanos tuvieron aliados imprevistos: el menor logró una beca de la Fundación Soledad Cazorla para proseguir sus estudios y tener una ayuda psicológica «de calidad», y el pueblo organizó un concierto solidario con Siniestro Total para reconstruir la casa de Chapela. «He tenido la suerte de que el asesino esté muerto. Hay otros que viven con miedo, algo completamente normal por otra parte. No sólo se trata de proteger a la mujer sino a toda su familia. Si estuviera vivo, yo tendría que dejarle ver a mi hermano, él tendría derechos y yo no podría decir lo que digo».
Aunque contempladas dentro del Pacto de Estado de 2019 para «intensificar la asistencia y protección de los menores», las ayudas (desde la pensión de orfandad hasta la «atención pedagógica»), deben sortear, en la práctica, un laberinto de burocracia y gestiones administrativas. Enfocadas a los huérfanos por violencia machista que sean menores de edad, más que 300 en los últimos ocho años, su activación avanza con lentitud. Desde que entró en vigor la ley («de mejora de situación de orfandad de los hijos víctimas de violencia de género») se han reconocido sólo 44 prestaciones, indica el Ministerio de Inclusión Social. De las concedidas, todas siguen activas con un monto promedio de 482 euros.
«Desde la ley de protección integral de la violencia de género se ha avanzado, pero queda mucho camino por recorrer», sostiene Sonsoles Bartolomé, directora jurídica del Teléfono Anar. «Parece que se van parcheando situaciones sangrantes, como la de los menores que no tenían derecho a una pensión por la situación laboral de la madre (no cotizaba) o los que quedaban fuera de una atención psicológica por no tener autorización de los dos padres».
La vida de los hijos de Sesé Mateos ha seguido adelante. El menor «ahora hace vida normal, los niños son mucho más fuertes que nosotros», comenta Alonso, que vive con «una herida que se abre y se cierra, hay días mejores y otros peores. Con lo que me ha tocado ver, mi vida ha cambiado», relata. «Hago lo que haría cualquiera por su familia, pero ha habido veces que quería escapar, coger un avión y salir pitando. Comencé a deconstruirme, a darme cuenta que he sido una persona machista en un mundo machista. Es un proceso largo, en el que yo llevo cinco años».
Informático de profesión, Alonso cambió su carrera por un grado superior de Promoción de Igualdad de Género, que está terminando, y publicó un libro con escritos de su madre cuya recaudación va al fondo que ayudó a su hermano. Volcado contra la violencia machista, imparte charlas en colegios y trabaja con las autoridades de su municipio en el desarrollo de un protocolo para casos como el suyo, con funcionarios que se hagan cargo de las gestiones mientras dura el duelo. «Hacerme cargo de la tutela de mi hermano me ha hecho más fuerte aún, aunque echo de menos a mi madre todos los días».
Los traumas de los niños expuestos a la violencia machista se manifiestan en problemas para dormir y comer, somatizan el maltrato en otro tipo de afecciones, pueden tener un comportamiento de sumisión incluso ante el acoso o, por el contrario, agresivo «al aprender que la violencia tiene una gratificación inmediata», señala Mayte Pérez-Caballero Molina, directora de Programa de la Asociación Deméter por la Igualdad. «Algunos se sienten culpables de las agresiones a su madre y eso es gravísimo».
Sus dibujos también relatan lo que a ellos les cuesta verbalizar. Los hombres que pintan suelen aparecer con grandes dientes y manos como garras; y los niños, ellos mismos cuando se autorretratan, carecen de oídos («no quieren oír», interpreta Pérez-Caballero), y sus ojos son extraños, dilatados o con las cuencas vacías («no quieren ver»).
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