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Doménico Chiappe
Madrid
Domingo, 9 de octubre 2022
En una época sin GPS ni móviles, un avión con 45 personas a bordo se precipitó contra los Andes entre Argentina y Chile, con picos más bajos que los del Himalaya pero con una cordillera más ancha. Con el impacto murieron 16 personas, y poco a poco otras 13 por las infecciones de las heridas, la inanición y un alud que sepultó a ocho. Durante 72 días, lograron sobrevivir 16 hombres a casi cuatro mil metros de altura, con unas temperaturas de 30 grados bajo cero y sin víveres. Comieron la carne de los compañeros fallecidos, idearon una máquina para hacer agua con la nieve, diseñaron sacos de dormir con el aislante de la cola del aparato, se limpiaron la gangrena con hojillas de afeitar y se organizaron, repartiéndose las tareas.
«Lo fundamental para sobrevivir fue el equipo que hicimos», explica Daniel Fernández Strauch, uno de los supervivientes que en aquel momento fatídico del 13 de octubre de 1972 tenía 26 años. Excepto uno, Javier Methol, que era el mayor y murió en 2015 con 80 años, los que regresaron de los Andes gozan de largas vidas. Nacidos a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, la mayoría ha tenido numerosa descendencia, cerca de medio centenar de hijos. «Todos dependíamos de todos y sabíamos que si uno fallaba, fallaba el equipo. Hicimos tres grupos, los expedicionarios, los que coordinábamos las acciones y el resto, que no salía del fuselaje».
Graduado como ingeniero agrónomo después del accidente, y académico en la Universidad de la República de Uruguay, Fernández Strauch asegura que «en la montaña», como se refiere al Valle de las Lágrimas donde cayó el avión, se aferró a la religión. «La fe genera la esperanza y sin esperanza no se puede vivir», reflexiona ahora, mientras enciende un cigarrillo en su casa de la capital uruguaya. «Yo traté de olvidarlo. Mi meta en la montaña era volver a mi familia. Y al regresar seguí con la vida que tenía antes de irme. Me iba a recibir de agrónomo y me iba a casar». Sin embargo, «estuve 30 años callado. En parte porque pensaba que molestaba a los que habían perdido a sus hermanos, hijos, amigos. Pero cuando pude ver que nuestra historia interesaba al mundo y que ayudaba a la gente, empecé a dar charlas».
Dentro del aeroplano de dos motores Fairchild 571, fletado a la Fuerza Aérea de Uruguay, la mayoría de los pasajeros eran miembros del equipo de rugby de la escuela Old Christians. «El rugby tuvo mucho que ver con que siguiéramos con vida, por el trabajo en equipo», sostiene Nando Parrado, el superviviente que hizo, junto a Roberto Canessa, la expedición sin retorno para encontrar ayuda. Ya llevaban dos meses esperando el rescate y habían escuchado por la radio que las autoridades habían abandonado la búsqueda. Ellos dos salieron con otro del grupo de los «expedicionarios», Tintín Vizintín.
Los tres escalaron la cima más alta de su alrededor, de 5.000 metros de altura, creyendo que verían el océano Pacífico o al menos los verdes valles chilenos. Pero solo encontraron más montañas, describe Pablo Vierci, autor de 'La sociedad de la nieve' (editorial Alrevés), un libro coral donde reúne las voces de los 16 supervivientes. «Hubo varias expediciones previas, casi siempre formada por tres personas, de las que muchas murieron. La primera, el cuarto día, una salida muy próxima porque había mucha nieve y se hundían. Otra al este, cuando encuentran la cola del avión. Una más, demencial, cuando supieron que les daban por muertos, desesperada; sin preparación se van demasiado alto y les cae la noche y casi se congelan. Luego la penúltima, para ver quién estaba mejor preparado para salir a la ruta definitiva, hacia el oeste».
En la travesía final, Parrado y Canessa tomaron una decisión. Vizintín debía volver a la base y dejarles su parte de alimentos. Seguirían solos. «Crucé los Andes a pie con mi querido amigo Roberto. A mí me impulsó tratar de ver a mi padre. Decirle que un integrante de la familia estaba vivo», afirma Parrado, que después ha retornado a aquel lugar exacto otras once veces. «Yo no quisiera haber vuelto. Para qué. Volví para acompañar a mi padre, que fue a poner flores a las tumbas de mi madre y mi hermana. Yo fui a cuidarlo. Se llega a caballo y después a pie. La última vez fui con mis hijas hace unos años, porque me dijeron que querían ir. Algún día tal vez mis nietos me digan: 'babo, llévanos ahí'. Pero ya tendré que ir en helicóptero... no creo que vuelva».
La épica de los que sobrevivieron perdidos en el invierno del cono sur ha sido contada en varios libros, documentales y novelas. También ha sido adaptada al cine, como en la película 'Viven' y ahora se prepara una superproducción dirigida por Juan Antonio Bayona. ¿Por qué esta historia se recuerda aún con tanta emoción? «Es una supervivencia casi irrepetible con la tecnología actual», responde Parrado. «Una odisea de chicos de la playa que sin experiencia sobreviven de la manera más extraña, que es alimentándonos del cuerpo de nuestros amigos».
Ésa fue otra de las razones por las que Daniel Fernández Strauch prefirió el silencio durante tres décadas. «Esta historia tuvo trascendencia desde el primer momento por el tema del canibalismo», asegura. «Eso fue usado mal y fue otro de los motivos por los que me mantuve apartado del tema. Todo el mundo preguntaba qué gusto tiene la carne y otras cosas morbosas. Con el paso del tiempo fue quedando en segundo plano y ahora la gente se interesa más por los valores que tiene la historia: la fe, el trabajo en equipo y el poder de la mente».
Daniel Fernández Strauch
Superviviente
A pesar del estupor inicial de sus seres queridos de los que regresaron y el morbo del público, «en 50 años jamás he encontrado a una persona que haya analizado negativamente este hecho», mantiene Parrado. «Todos en ese lugar y en esa situación hubieran llegado a lo mismo. El hambre es el miedo más primitivo del ser humano. No saber cuándo uno va a comer de nuevo es el miedo más terrible». Vierci acota: «¿Quién es el héroe? ¿El que hace la travesía? ¿Los que distribuyen la comida? ¿O los que aceptaron entregarse para que se salvaran los demás? Allí no rugió la jauría humana, sino la compasión y la misericordia».
Los que regresaron se han seguido viendo, a menudo, hasta el día de hoy. Excepto uno, residen en la misma ciudad. Les une un nexo «para el que no hay palabras», mantiene Vierci, amigo de la infancia de la mayoría de ellos, con los que estudió en el colegio. «Son más que amigos y más que hermanos. Eran sobrevivientes pero también combustible, porque aceptaron darlo todo, con gusto, en el pacto de entrega mutua», sostiene para referirse a la aprobación de los que estaban vivos de que se alimentaran con sus cuerpos al morir.
¿De qué manera cambiaron después de aquel trauma? «Volvieron con una suerte de audacia, con una búsqueda desesperada por la luz al final de túnel», les describe Vierci. «Muchos de ellos han tenido problemas de salud graves, y conocen más del umbral entre la vida y la muerte que los simples mortales».
Tras el rescate, los militares regresaron para enterrar los cadáveres. Allí descansan 24 hombres y cinco mujeres: Eugenia y Susana Parrado, Esther Horta, Graziela Mariani y Liliana Navarro. Sólo un padre se empeñó en repatriar el cuerpo de su hijo. No hubo indemnizaciones a pesar de haber sido un error humano, revela Vierci en su libro. Durante estas décadas varios de ellos han vuelto, juntos o por separado. Por ejemplo, en 2006 subió un grupo por última vez.
Nando Parrado viajaba con su madre y su hermana. Ambas murieron. La primera al instante, la segunda en sus brazos, días después. «En la nieve las enterré junto a mis dos mejores amigos, el mismo día», recuerda en una entrevista telefónica desde Montevideo, Uruguay, donde reside. Él sufrió una fractura de cráneo y, sin embargo, fue uno de los dos supervivientes que atravesó la cordillera andina a pie durante diez días hasta encontrar al pastor salvador, Sergio Catalán, y el que subió de inmediato a un helicóptero para guiar a los rescatistas hasta el lugar de la tragedia, donde los restos del avión eran invisible desde el aire. «Al regresar me dije: voy a aprovechar esta vida. En los Andes me consumían dos pensamientos. El primero era cómo voy a morir, porque hasta el último día fue como si estuviera frente al pelotón de fusilamiento; el segundo, que jamás iba a tener una familia y que no iba a experimentar el amor profundo, tener un hijo o una hija. Hoy he logrado lo más importante, que es tener una familia fantástica. Cuando uno está en el lecho de muerte todo se borra, menos el afecto y el amor».
Casado desde hace más de cuatro décadas, con dos hijas y cuatro nietos, prosiguió con el rugby, trabajó en la empresa de su padre y pilotó como profesional coches de carrera, su gran afición a la que dedica también un programa de televisión, y 20 años después del accidente aéreo se reinventó como conferencista profesional, a lo que se dedica aún hoy, con media docena de charlas anuales para empresas de alto nivel «muy bien elegidas». «Solo yo sé lo que me ha costado estar vivo. Imagínese estar 72 días en el peor lugar que puede sobrevivir el ser humano, sin agua, con el frío más terrible. Imagínese a dos chicos que jamás han visto una montaña, pero que cruzan los Andes, donde me pesaba hasta la piel. Donde no podía dar un paso más después del primer paso, y seguimos y seguimos, casi morimos, no podíamos más, perdí 45 kilos. Resiliencia es una palabra que antes no existía».
El precio de la vida
¿Por qué seguir recordando esos días terribles? «Lo recuerdo si quiero, pero mi vida no está basada en los Andes», contesta Parrado. «Pero sé que lo más difícil de mi vida ya lo enfrenté. En la crisis económica de 2001, el día que el dólar se devaluó cuatro veces, mis empresas quebraron. Y pensé: Si no las puedo recuperar, me dedicaré a otra cosa. Tengo a mi familia y estoy vivo. Cuando uno muere no hay revancha. No hay nada más fabuloso que la vida, disfrutar cada bocanada de aire».
A pesar de su gesta, Parrado no se considera un héroe. «No hay hombres ni mujeres excepcionales, lo que hay son situaciones que obligan que personas comunes reaccionen. Yo lo único que trataba era de no morirme», afirma. «La gente habla de coraje. Yo miro hacia atrás y quizás era el que más miedo tenía. Pero lo escondía, y al final me impulsó».
Al menos una vez al año, cada 22 de diciembre, el día que llegó Parrado con el helicóptero salvador, se reúnen. «Primero éramos nosotros, después íbamos con nuestras novias, luego nuestras esposas», dice Fernández Strauch. «Llegaron los hijos y ahora los nietos. En alguna reunión nos peleamos, y nos decimos cosas por las que le retiraría el saludo a otro. Pero entre nosotros no pasa nada, terminamos en un abrazo. Porque la montaña nos enseñó que no se puede vivir sin esperanza ni sin amigos». La vida ha sido generosa con estos hombres que, de haber carecido de arrojo, habrían muerto.
16 hombres lograron regresar a Montevideo. Murieron 29 personas, de ellas cinco eran mujeres.
72 días se mantuvieron vivos comiendo carne humana
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