Acaba de regresar a Tailandia tras una breve estancia en España para ver a la familia (tiene primos en Bilbao y Vitoria) y acompañar a Santiago a un grupo de peregrinos tailandeses. Y aunque aterrizó en Bangkok con fiebre («creo que cogí un virus en ... el avión»), enseguida marchó a la selva para un encuentro con seminaristas diocesanos, y ahora ha volado a Camboya para impartir los ejercicios espirituales anuales a todo el clero de allí, unos cien sacerdotes. Cualquiera diría que Miguel Garaizabal está a punto de cumplir los 82, pero este misionero ferrolano, hijo de un médico de Bergara (Gipuzkoa) y un ama de casa gallega que terminó la carrera de maestra sin poder ejercer, saca energía de sabe Dios dónde.
Miguel lleva más de medio siglo en Tailandia y es el superior en aquel país de la Compañía de Jesús, el jefe de 38 jesuitas de siete nacionalidades distintas, de los que más de la mitad son tailandeses. Su día a día lo reparte entre el seminario mayor de Lux Mundi, en Bangkok, y las cárceles tailandesas, donde visita a los presos de habla hispana, una labor solidaria que no ha dejado de hacer en 50 años. Uno de esos penales es la cárcel de máxima seguridad de Bangkwang, conocida como 'El gran tigre' porque atrapa y 'devora' a sus presos, y no todos los que entran allí salen con vida.
Situada a unos 7 kilómetros al norte de Bangkok, está considerada una de las más peligrosas. Alberga a más de 8.000 reclusos cuando fue construida para 3.500 y los presos se hacinan por decenas en una sola celda. Tras sus barrotes cumplen su pena asesinos y violadores condenados a muerte o a cadena perpetua. Miguel también brinda apoyo y acompañamiento pastoral en otras tres cárceles más de la capital tailandesa. Se le puede considerar el capellán de estas prisiones, aunque esta figura eclesiástica no existe en los centros penitenciarios del país asiático.
Sí es capellán oficial de la comunidad católica latina de Bangkok, y con sus voluntarios acude una vez al mes a las cárceles a brindar apoyo espiritual o de otro tipo a los reclusos. «Les compramos algo de comida u otras cosas que nos pidan. También nos ponemos en contacto con sus familias. Las visitas solo duran quince minutos, estamos separados por unos dos metros de distancia, una reja y un cristal, y hablamos con el preso por un teléfono», describe el jesuita gallego. «Hay presos latinoamericanos que tras cumplir condena y salir en libertad no tienen dinero para comprar el billete de vuelta (son vuelos caros, que cubren distancias superiores a los 18.000 kilómetros), y en esos casos se lo intentamos pagar nosotros», detalla.
Más de 50 años dedicado en cuerpo y alma a los más desfavorecidos en un país con muchas desigualdades y con muy pocos católicos (solo el 0,4% de su población de 72 millones), Miguel tuvo clara su vocación antes de cumplir los 20. Nacido en Ferrol el 10 de julio de 1942, su padre era cirujano médico de la Marina, y él siempre quiso seguir sus pasos. «Admiraba a mi padre, me encantaba verle operar, y me gustaba lo amable y positivo que era con los enfermos».
Algo cambió para siempre
Ya por aquellos años el joven Miguel solía ir a misa casi a diario y recuerda que una mañana, semanas antes del examen final del Preu (la actual Ebau), cogió una cruz que estaba encima de su mesa de estudio... y entonces algo cambió para siempre. «Sentí la presencia de Dios como no la había sentido antes en mi vida. También sentí una felicidad enorme. Durante varios días iba de iglesia en iglesia, me sentaba un rato en un banquito, y pensaba si tal vez eso era el signo de una vocación sacerdotal. Decidí entonces que si Dios me llamaba yo lo aceptaría con gozo, pero también me pregunté qué clase de sacerdote podría ser, y pensé que si era misionero, sería una buena ocasión para darlo todo».
Miguel, que tenía un tío jesuita al que nunca conoció, empezó a leer sobre la Compañía de Jesús y le gustó el «espíritu misionero» de aquellos primeros fundadores de la orden. Antes de abrazar los hábitos, un sacerdote le aconsejó que se lo pensara bien, que escribiera los argumentos a favor y en contra de su decisión. «Al día siguiente fui a verle y cuando oyó mis razones me dijo que eran signo de vocación. Fui a una iglesia y por primera vez en mi vida lloré de alegría», rememora Miguel.
Un español en la cárcel de máxima seguridad
Bangkwang es la prisión de máxima seguridad que Miguel visita con frecuencia. El único español encerrado en ese penal es Artur Segarra, que cumple cadena perpetua por el asesinato de David Bernat en 2016. De ser condenado (la sentencia se conocerá el 29 de agosto), allí también podría acabar Daniel Sancho, encarcelado en la isla de Samui, a 500 kilómetros de Bangkwang. Miguel ha hablado por teléfono con su padre, el actor Rodolfo Sancho, pero no ha podido ir a ver a su hijo por la distancia que le separa de Samui.
Cuando se lo contó a sus padres «se llevaron una sorpresa, pero no se opusieron». Miguel entró en el noviciado jesuita de Salamanca y un día un misionero que había sido expulsado de China les dio una charla, y ahí mencionó que los sucesores de san Ignacio de Loyola acababan de abrir en Tailandia una nueva misión y necesitaban gente joven. Pidió a sus 'jefes' ser enviado al lejano país asiático y allí arribó tras concluir su licenciatura en filosofía en Comillas. Llegó a Bangkok el 30 de agosto de 1966 y tras varios años estudiando la lengua y trabajando como capellán de estudiantes, se ordenó sacerdote el 5 de marzo de 1972. Allí sigue, «y aquí, en mi país de misión, espero estar hasta que el Señor me llame».