La Policía contabiliza media docena de crímenes desde hace una década de la temible organización, con tentáculos en la Costa del Sol y Cataluña, y raíces en Países Bajos, donde amenazó a la princesa Amalia
Juan Cano / Mateo Balín
Sábado, 8 de abril 2023
Lo encontró un senderista que había salido a caminar por la Sierra de las Nieves, en Málaga. Primero una tibia, después un pie y por último el cráneo. Y a pocos metros, una fosa con el resto del cadáver descuartizado. Tenía seccionadas las falanges. Quienes ... lo asesinaron se habían tomado todas las molestias para asegurarse de que nadie lo encontrara o que, de hacerlo, no pudieran identificarlo. Pero fallaron ambas previsiones.
Las lluvias torrenciales de esa Navidad, la de 2012, desenterraron el cuerpo, que se encontraba dentro de unos sacos envueltos en una lona. Pese a su deterioro, se apreciaban los impactos de bala y los restos de un tatuaje en el torso, debajo del cuello. «Cuídame de mis enemigos que de mis amigos ya me cuido yo». Esa frase grabada sobre su pecho permitió reconocerlo.
El cadáver correspondía a un ciudadano holandés de origen antillano de 31 años, que llevaba desaparecido desde 2010. Los investigadores lo consideraban uno de los dirigentes «más duros» de una banda dedicada al tráfico de drogas entre Sudamérica y Europa. Ese crimen sería, para la inteligencia policial española, el primer rastro de la temible Mocro Mafia en suelo nacional. «Aunque entonces ni siquiera se llamaba así», relata un veterano policía de la Unidad contra las Drogas y el Crimen Organizado (Udyco).
En realidad, el término se acuñó años más tarde, cuando empezaron a correr ríos de tinta (y de sangre) en Países Bajos y Bélgica. Los medios de comunicación empezaron a hablar de este fenómeno (en inglés 'moroccan mafia') para llamar al encarnizado enfrentamiento entre organizaciones nacionales lideradas por individuos de origen magrebí. De ahí que la terminología tenga siempre en común la palabra mocro. El motivo es la procedencia marroquí de sus miembros, aunque también hay argelinos o antillanos, como el cadáver aparecido en el municipio malagueño de Istán en 2012, y latinoamericanos, que son los que enlazan con la ruta de la cocaína al otro lado del Atlántico.
Aunque sus métodos son propios de mafiosos, no funcionan como tal. Son diferentes grupos criminales que no cooperan, salvo excepciones, sino que compiten entre sí. Y se tienen declarada una guerra que trasciende a otros países europeos, como España, y que ha amenazado la seguridad del primer ministro de Países Bajos, Mark Rutte, o de la princesa Amalia, heredera al trono de este estado.
Los asesinatos se suceden y añaden nuevas cuentas pendientes que se suman a las anteriores y multiplican la sed de venganza. «No es una mafia, es un conflicto entre clanes y es una guerra interminable», explica un comandante de la Guardia Civil que trabaja codo con codo con los enlaces holandeses afincados de forma permanente en España, en la Costa del Sol.
Multidelincuencia
Empezaron con la droga y ahora cometen robos con explosivos en cajeros o de vehículos de alta gama
Lucha sin cuartel
La prensa holandesa otorga a esta guerra entre bandas más de medio centenar de víctimas
El inspector responsable del grupo de blanqueo y anticorrupción de la Policía Nacional en Barcelona, que estudió a fondo la Mocro Mafia para desmantelar en octubre pasado una facción con siete miembros que pretendía echar raíces, la define así: «Han generado un monopolio del miedo y se caracterizan por la violencia. Empezaron con la droga, pero ahora se han extendido a otras actividades, como los delitos contra el patrimonio, las extorsiones, los robos con explosivos en cajeros o los de vehículos de alta gama». Una actividad propia de otros grupos como la banda de moteros Ángeles del Infierno, que aterrizaron en España a finales de los años noventa.
Como cooperativas
El origen de la guerra está ligado a su intento de convertirse en una mafia en sentido organizativo. En las últimas décadas, los 'señores de la droga' de todo el mundo mantienen sus negocios y organizaciones por separado, pero también funcionan como una especie de cooperativas. Quedan en algún lugar del planeta, se sientan en torno a una mesa, establecen el modo y los porcentajes que cada uno de ellos va a invertir en el alijo, y reparten los beneficios en la misma proporción. Ganan menos, pero si la mercancía se hunde, la roban o la interviene algún cuerpo policial, también pierden menos. «Es una forma de minimizar riesgos», detalla un comandante de la Guardia Civil consultado.
En 2012, los cabecillas de estas organizaciones establecieron una de estas cooperativas para introducir un cargamento de cocaína a través del puerto belga de Amberes. La mercancía, unos 200 kilos, fue sustraída y se inició una auténtica caza de brujas en busca de los responsables. Más de una década después sigue sin estar claro quién se apoderó de la partida, aunque se cree que fueron unos socios de la cooperativa, lo que supondría quebrantar una regla no escrita en el negocio.
Curiosamente aquel alijo transformó las rencillas habituales en una batalla transnacional, con especial virulencia a partir de 2017. «Al actuar como cooperativas los diferentes clanes se reúnen de vez en cuando en torno a una mesa en algún lugar del mundo. Dubai, Marbella… donde sea», comenta el comandante. Aunque a veces el trato acabe mal por la interminable sed de venganza existente entre ellos o por un tercero.
Aún recuerda el mando policial la ejecución en el centro comercial Monte Halcones, en Benahavís, en agosto de 2014, donde se citaron seis personas en un bar para hablar de negocios. Dos sicarios se bajaron de un coche y dispararon a uno de ellos, que según las investigaciones era «un narco muy potente de la Mocro mafia». «No hubo más heridos, aunque algunos de los que estaban sentados en aquella mesa han sido asesinados después o están desaparecidos», revela. Para hacerse una idea de lo que supuso esa cuenta pendiente, el crimen de Monte Halcones habría tenido una réplica a 8.200 kilómetros, en Panamá, donde mataron a una persona a la salida de un restaurante.
Enterrado con un Rolex
España, y en particular la Costa del Sol y el Campo de Gibraltar, se ha visto con frecuencia salpicada por ajustes de cuentas de esta mafia del terror. Aquí se han descubierto fosos y hasta cámaras de tortura. Los hechos delictivos que cometen llaman mucho la atención por su «salvajismo», pero se trata de una minoría. En Málaga se ha registrado media docena de crímenes vinculados más o menos directamente con esta guerra fratricida transnacional.
Uno de los más llamativos fue el cadáver de un narco holandés que llevaba tiempo desaparecido y cuyos restos fueron descubiertos durante un movimiento de tierra en las obras de un chalé, en 2016. Había sido enterrado en el jardín de la vivienda, que estaba abandonada. Tenía las manos atadas y una de ellas aún lucía un Rolex, lo que se interpretó como una señal de respeto y profesionalidad de los sicarios, que no robaron a la víctima.
El asesinato de un colombiano en Mijas en 2016, en el que su novia quedó malherida; el crimen del restaurante Tiki en Torremolinos en 2018, donde acribillaron a tiros a un experto en explosivos al que se vinculaba con una de las facciones más duras de la Mocro mafia; o la ejecución en Chiclana de un holandés cuya desaparición se denunció en Fuengirola el año pasado son algunos de los casos relacionados con esta «guerra interminable», que según la prensa holandesa cuenta sus víctimas por encima del medio centenar.
Aunque los crímenes en territorio español puedan llamar la atención por sus métodos, los grandes narcos que los encargan pretenden justo lo contrario, pese a que, en ocasiones, también busquen mandar un mensaje de fuerza. «Tienen tanto volumen de negocio que tratan de pasar inadvertidos. Esa es la suerte que tenemos, que sólo nos afecta de forma tangencial», admite el responsable de la Guardia Civil.
De hecho, en España habían empezado a echar raíces en Barcelona, donde alquilaron pisos y comenzaron a establecer contactos con despachos de abogados para abrir negocios o comprar otros inmuebles. La policía lo descubrió precisamente por esa pluriactividad. «Estábamos investigando a los autores de unos robos en cajeros automáticos con explosivos en Valencia y nos dimos cuenta que se relacionaban con otras personas de interés a las que no vimos delinquir aquí, pero sí gastaron dinero», cuenta el inspector de Barcelona. «Al hacerles un seguimiento, comprobamos que viajaban constantemente a Países Bajos, con paradas en París para comprar artículos de lujo. Luego volvían a Barcelona, un lugar estratégico para blanquear».
«Se conocían»
Los investigadores también detectaron contactos de la célula que se estaba instalando en Cataluña con algún integrante de alto rango -venía hasta con escoltas- de la Mocro mafia. «No fue algo casual», añade el inspector, que vigiló junto a su equipo aquel encuentro. «Fue una reunión distendida, se veía claramente que se conocían». Los policías están convencidos de que estaban creando la infraestructura necesaria para blanquear. También tienen la convicción de que, si bien han cortado algunas raíces en Barcelona, los tentáculos se siguen reproduciendo.
La última investigación de los Mossos atribuye a una sucursal de la Mocro mafia el asesinato el pasado febrero del hermano del rapero Rachid Gdari, acribillado a tiros a plena luz del día en el interior de su coche en Badía del Vallès (Barcelona). Rachid, alias 'el Sardina', fue detenido hace dos años por asaltar a narcos en un vuelco (robo) de droga y acusado de un secuestro exprés en Terrassa. Los autores contrataron a un pistolero para el crimen, que huyó en una moto que robó un día antes en Mataró y aparcó, encendida, en Sabadell. Iba totalmente cubierto de negro y encapuchado. Un sello distintivo de la Mocro mafia, los clanes holandeses y belgas que también actúa en España desde hace más de una década.
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