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Ella cenaba mientras miraba el móvil. Desde el sofá él le increpó que cómo era posible que hiciera las dos cosas, que prestara atención a una sola. «Le respondí que yo hacía lo que me daba la gana. Él se enfadó. Después de estampar el mando de la televisión contra la pared, se abalanzó sobre mí. Yo me levanté de la silla corriendo pero él me alcanzó, me empujó contra la puerta, me cogió el cuello con las dos manos, me tiró al suelo y comenzó a estrangularme. Intenté gritar y defenderme, pero no pude», recuerda Nina -nombre ficticio por temor a represalias de su expareja-. «Lo último que recuerdo es que Jack le ladraba y mordía los brazos».
No sabe cuánto tiempo pasó hasta que recuperó la conciencia. Despertó en el suelo. Él había dejado de apretar y ahora intentaba violarla. Ella logró quitárselo de encima. Temblaba del terror, pero lo primero que hizo fue buscar a su perro, de algo más de dos años y unos ocho kilos de peso. «Estaba muy asustado bajo una silla, pegado a la pared. Mi expareja me estrangulaba y mi perro me defendía, es lo último que recuerdo antes de desmayarme. Supongo que cuando me defendió él le hizo algo. A mí me costó mucho recuperar el control de mi cuerpo, porque estaba convulsionando totalmente».
Esa noche, como punto final de una relación de maltrato machista, se fraguaba desde hacía cuatro años, cuando ella y él empezaron a salir. Se conocieron en el trabajo, recuerda Nina. «Todo iba perfecto, maravilloso, hasta que decidí irme con él». Empezó a controlar con quién salía, cómo vestía; impedía que saliera a correr. «Los únicos planes que yo hacía eran con él, o con él y sus amigos. Empezó a aislarme, dejarme sola. Yo justificaba ese comportamiento en su inseguridad por la edad. Yo tenía 30 y él, 45. No tenía a dónde huir. Mi familia no está aquí. Lo único que tenía en esta ciudad era a él».
Del control y el aislamiento, «cuando vio que no tenía escapatoria», pasó a la agresión física. «El primer golpe no lo vi venir», asegura Nina. «Los que conocen mi historia me preguntan: ¿cómo no me di cuenta de las señales? Pero no pensé que fuera a llegar a esa escala de violencia conmigo, hasta que me vi en el suelo de un puñetazo».
Un par de años después de vivir ese encierro de la casa al trabajo y de vuelta a casa, llegó el perro a su vida. «Me concedió el capricho de tener un perro. Lo único que quería era una compañía, algo que querer, porque estaba sola. Buscaba un galgo cuando aparecieron unas fotos de mi cachorrito y me enamoré. Estaba en una protectora, vinieron a casa a hacerme una evaluación psicológica y las condiciones que tendría el perro. Mi ex no estuvo. Cuando me dieron el visto bueno, fui a recogerlo». Él le hizo una advertencia: no lo quieras más que a mí. «Me lo tomé a broma, pero era una amenaza». Jack llegó con tres meses.
Para entonces ya la golpeaba con frecuencia. «Por cosas absurdas, como que el arroz no quedaba lo suficientemente suelto, venían las agresiones. Eran palizas continuadas. Sabía dónde golpearme para ocultarlas con sacos, con el cinturón. En la cara muy rara vez me tocó. Sobre todo era en el torso. La mascota veía esas agresiones». Ella nunca vio que le pegara pero el animal le tenía miedo, se alejaba. Un día ella se atrasó en el trabajo. «Me mandó una foto del perro bastante acobardado y decía que si se enteraba que estaba con otra persona, que le engañaba, me encontraría al perro colgado de la ventana. Fui corriendo». A esa primera vez siguieron otras: tirarlo a la basura o por la ventana, estamparlo contra el suelo...
Un día que la azotaba con el cinturón, lo hizo restallar al lado del perro, que salió corriendo y se metió bajo la cama. «Tuve miedo que le hiciera algo, cogí la correa de Jack y huimos. Hicimos noche en el parque. Hacía mucho frío. Las veces que más valiente me he sentido ha sido cuando amenazaba con pegar al perro. La reacción de él al día siguiente era llamarme: dónde estás, cariño, vuelve, vamos a desayunar, he preparado café. Yo acababa volviendo porque no tenía dónde ir».
Cuando Jack iba a cumplir los dos años, el hombre trató de matar a Nina. Ya dormían en habitaciones separadas. Ella se quería ir pero no le alquilaban un piso con el perro. «Antes habían sido golpes y demás, pero ese día buscaba acabar conmigo. Me salvé porque dejó de apretar, seguramente por mi perro». Nina cogió a su perro en brazos, que «era puro nervio, estaba muy asustado». Llamó a la policía desde la calle, les esperó en una gasolinera. En la comisaría el perro se quedó fuera, en el coche patrulla. «En ese momento me fastidió bastante no poderlo tener. Temblaba y no paraba de llorar». Una asistente social le ofreció una plaza en un refugio. La condición: abandonar al animal. Lo rechazó. «Les dije que no iba a ningún lado sin mi perro».
Sus padres viajaron a socorrerla. Los siguientes meses, Jack sufrió eccemas en las orejas y las patas por estrés, según la veterinaria. Interponía su cuerpo entre ella y otros hombres. «Llegó a ser capaz de detectar mis ataques de ansiedad. Se venía conmigo, ponía su pata en mi hombro o mi pecho, se tumbaba a mi lado y ponía su cabeza en mi cuello. Él me salvó».
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Sergio Martínez | Logroño
Sara I. Belled, Clara Privé y Lourdes Pérez
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