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«Me podría haber comprado un coche pero me compré una montaña». Hay gente que se pasa la vida tratando de dar un giro a su vida, de cerrar puertas, empezar de nuevo y termina por no hacer nada, por seguir en el mismo sitio. ... El cambio radical no va más allá de una mera idea. Pablo Aguilar, un día de lo Santos Inocentes de 2004, le dio la vuelta a su vida como un calcetín. Un viaje por la costa francesa por carreteras secundarias cambió la rutina y partió en busca de la felicidad.
A los 31 años lo dejó casi todo atrás: casa, profesión y rutina. Junto a su pareja empezó a vivir de otra manera a casi mil metros de altitud en medio de una montaña en Lucena del Cid, en la comarca castellonense de l'Alcalatén. «Recuerdo que a los pocos días de llegar aquí estuvimos a -15 grados, hacía un frío insoportable. Aquella fue nuestra prueba de fuego y al superarla supimos que nos íbamos a quedar aquí», recuerda Pablo mientras transporta en la carretilla una bala de paja para dar de comer a los animales. «Las yeguas no deberían estar aquí...», piensa en voz alta mientras busca por dónde han podido escapar. Entra en el cercado, descubre el punto de fuga y lo cierra. Luego ríe y se lía un cigarro. Allí la vida funciona de otra manera.
El miércoles 28 de diciembre se cumplirán 18 años de aquella locura y no se ha arrepentido ni un sólo día de tomar una decisión que pocos entienden. No hay secreto, él es feliz en medio de la (casi) nada. Hay lugares en los que la cobertura no es una bien de primera necesidad.
En la CV-190, en la carretera de Teruel, una vez dejada atrás la población de Lucena del Cid, hay un cartel amarillo en el kilómetro 22 que pone «Mas de Magdalena». El acceso es la puerta a otro mundo. Silencio, calma y paz. Pablo nos recibe desde el tejado de una de las casas que componen el Mas. Tiende ropa de cama. Son las diez de la mañana, hace casi tres horas que bajó a sus hijos a Lucena, donde se queda Arón, el pequeño, en la escoleta matinera. Aitana y Óscar, los mayores, cogen allí el autobús para ir al instituto de l'Alcora.
Al llegar al Mas, la bienvenida la dan Champiñón, Cuca, Yuma, Manchas o Chocolate, algunos de los los perros que forman parte de Arcadia, un proyecto iniciado para la recuperación de animales en el que hay caballos, burros, ovejas y cabras. El braco, muy cariñoso y con el síndrome del perro abandonado muy acentuado, se mete entre las piernas del fotógrafo. «Acogemos a cualquier animal desamparado, enfermo, a los que nadie quiere ya. Lo que no aceptamos son caprichos, por ejemplo un caballo de alguien que sus hijos ya no quieren porque han dejado de practicar equitación. Aquí sólo vienen aquellos animales que están casi desahuciados y esta es su última oportunidad», apunta. La familia de Arcadia es muy amplia. Donde va Pablo, van los perros.
Pablo es periodista. Trabajó durante mucho tiempo en varios medios de comunicación hasta que un día dijo basta junto a su pareja. «Sentíamos que teníamos que cambiar de vida. Dejamos el trabajo, vendimos la casa y empezamos a buscar lo que de verdad queríamos hacer», explica. Fue un salto a lo desconocido, sin la experiencia como paracaídas. Hasta esa fecha, sólo sabían contar noticias. La primera parada fue Puerto Mingalvo, en Teruel, «pero allí hacía demasiado frío».
Después salió la oportunidad del Mas de Magdalena, que empezaron a gestionar como hotel rural. Y fue la forma de empezar una nueva vida, a la que se incorporaron después los niños. Instalararse en plena montaña es un paso más que la vida rural. Mientras Pablo relata, la oveja Dolly se guarece bajo una de las yeguas que viven en Arcadia y otro de los equinos trata de comerse la libreta del periodista. El día es soleado y caluroso en este raro diciembre. «Llegamos sin experiencia pero lo teníamos todo. En un principio intentamos adquirir el Mas pero como no nos lo vendían, pues en lugar de comprarnos un coche nos compramos el terreno de al lado, nos quedamos con una montaña», relata. Tiempo después pudieron comprar Mas de la Magdalena y ahora Pablo es dueño de 18 hectáreas de monte. No se hace preguntas ni las necesita. «Bueno, tengo una montaña, así seguro que a mis hijos les dejo tierras», señala mientras ríe.
«El primer terreno nos lo vendieron los propietarios porque vieron cómo vivíamos aquí y cómo cuidábamos a los animales. Nos dijeron que querían que nos quedaramos con esa parte de la montaña. No hizo falta ni negociar», recuerda. Después, pudo hacerse con el terreno del Mas.
¿Qué hace uno con una montaña? Pues vivir como quiere. La casa, la vivienda familiar está a un kilómetro del Mas de Magdalena. Montaña adentro, en un lugar lo suficientemente alto como para ver el Mediterráneo. En plena montaña es una casa con vistas al mar, que en realidad no está a tiro de piedra. No es una construcción al uso, es algo que sólo se puede entender en un enclave como ese. En el techo, una lona de césped artificial hace de colchón con vistas a un millón de estrella. «Dormir aquí, en plena naturaleza, mirando el cielo es una pasada», dice Pablo, que cada dos por tres suelta: «Es una pasada». Hoy en día hay ofertas de hotel en plena naturaleza con noches a precio de oro. El puede hacerlo gratis siempre que quiere.
La pandemia lo complicó todo. El hotel rural cerró y los ingresos cayeron. La familia tenía las necesidades cubiertas pero hubo que ponerse a pensar para cuando volviera la normalidad. Y el hotel se convirtió en apartamentos individuales que están alquilados durante todo el año. Hay gente, algunos ya amigos, que quiere formar parte de esa montaña a tiempo completo. Allí no se diferencian los lunes de los domingos. Todos los días son iguales, lo que para algunos es una ventaja.
El reto es recuperar de nuevo el vigor de Arcadia. La comida de los caballos es un gasto de 400 euros cada dos meses, algo que se sufraga con una ayuda del Ministerio de Transición Ecológica. Y luego existen las aportaciones de aquellos que denominan padrinos. Antes de la pandemia, Pablo y los perros iban a centros de día para mayores como terapia. Y niños con autismo llegaban a Mas de la Magdalena para disfrutar de la naturaleza y subir a los equinos. El burro Bu era la estrella de esas visitas. Ahora, el objetivo es que toda esa rueda vuelva a girar.
Pablo sigue allí, el 28 de diciembre hará 18 años de su llegada y a sus 49 años tiene claras muchas cosas: «Una de ellas es que, viva donde viva, siempre tendré gallinas. Ponen huevos pero lo mejor es que se lo comen todo, unas grandes recicladoras».
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