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Hay un dicho con el que los fareros clasificaban las que serían sus moradas. Si tocaba un faro en tierra firme, se vivía en el cielo. Si estaba en una isla, en el purgatorio. Y si se ubicaba en el mar, era el infierno. Parece un cuento del pasado, pero al oeste del continente europeo, en el extremo más occidental de Francia, los bretones aún recuerdan el viejo dicho. No sin razón. La Bretaña francesa tiene la mayor concentración de faros del mundo, 84 a lo largo de su indómita costa, y la palma se la lleva el departamento de Finistère, con 20 de ellos míticos. Desde la isla Virgen hasta el faro del Petit Minou, pasando por la punta Saint-Mathieu o el de Pontusval, estos centinelas de piedra son el símbolo de una región acostumbrada a los naufragios.
«Brest es uno de los puntos de partida de la ruta de los faros», confirma Laurence Thomas, guía turística de una ciudad cuyo desarrollo se meció desde siempre al ritmo de las olas. Su ubicación estratégica, en una bonita ensenada, provocó que fuese la ciudad gala más bombardeada durante la II Guerra Mundial, que destrozó un 90% de su casco histórico. Ahora es conocida por albergar el primer teleférico urbano de Francia y por el poderío de su puerto, tanto militar como comercial, convertido en motor económico de la ciudad.
Desde allí, siguiendo la costa al son del jazz que llevaron los soldados afroamericanos a la zona, se llega al faro de Petit Minou. Emplazado al lado de una antigua fortaleza, se adivina casi inexpugnable al final de un zigzagueante espigón. Defendía la entrada de la bocana, paso estrecho del mar que separa el océano atlántico de la bahía de Brest, hacia la que guiaba los barcos. Más al oeste, el faro de Saint Mathieu se levanta orgulloso entre las ruinas de una antigua abadía. En el siglo XI los monjes benedictinos que vivían allí ya encendían un fuego en lo alto de una torre para avisar a los marineros de las aguas traicioneras en las que navegaban. El que se puede visitar actualmente data de 1835, y desde lo alto de sus 37 metros, si el tiempo acompaña, se tiene una imagen imborrable de 360 grados del mar de Iroise. Como tantos otros, el faro está automatizado, pero de noche, a los pies del acantilado, rodeado de la salvaje naturaleza bretona, su destello blanco, cada 15 segundos exactos, sigue siendo cautivadoramente mágico para el visitante.
«La luz de cada faro es única, diferente a cualquiera cercano», afirma Valeria Araúz, puertorriqueña de nacimiento y bretona de adopción. Lo que empezó como un trabajo ha derivado en un interés genuino por estos guardianes de piedra y desgrana con pasión las anécdotas de cada uno. «En toda esta zona hay faros emblemáticos. El faro de Isla Virgen, por ejemplo, con 82,5 metros, es el faro más alto de Europa y el más alto del mundo en piedra tallada». 12.500 azulejos de opalina recubren su interior y lo protegen contra la humedad, convirtiéndolo en uno de los faros mejor conservados. Se llega tomando una barca que sale desde el cercano puerto de Lilia y es accesible hasta el balcón, previa subida de los 383 escalones de su escalera de caracol. «Todos tienen su particularidad», defiende Araúz. «El faro de Pontusval es el más fotografiado de Europa, pero también es el único de la zona, y uno de los pocos en el mundo, en el que la antigua farera, Marie Paule Le Guen, aún vive allí».
Las mareas que esculpieron los agrestes paisajes de la Bretaña francesa también han cincelado sus poblaciones tierra adentro. Meneham, antiguo puesto de guardia reconvertido en poblado de pescadores, da fe de ello, con sus casas de piedra que se cobijan del viento constante entre rocas gigantescas. Y es que aquí y allá aparecen pueblos pintorescos en una ruta igualmente interesante para aquellos que sean un poco más de interior. En Landerneau se puede recorrer el puente de Rohan, uno de los pocos puentes todavía habitados de Europa. En Daoulas se debe visitar su abadía del siglo XII, donde los canónigos de la orden de San Agustín comerciaron hasta la Revolución francesa. Alrededor de su iglesia y su claustro románico, se extiende un jardín extraordinario con más de 300 especies de plantas y árboles medicinales de todo el mundo. Y si se da un paseo por el centro histórico de Saint-Renan, además de ver ejemplos de arquitectura tradicional bretona, los sábados se monta un mercado en el que se pueden degustar productos típicos de la zona: fresas, ostras e incluso algas. Porque si de algo están orgullosos los locales es de la calidad de sus productos.
«Somos la quinta generación», afirma orgullosa Caroline Madec, ostricultora de Prat-Ar Coum. La empresa familiar, que comenzó su andadura en 1898 y gestiona todo el proceso desde la cría hasta la venta de las ostras tres años después, está situada en la zona de Abers, al lado de los estuarios de Benoit y Wrac'h. «El sabor de una ostra depende de la calidad del agua», asegura Madec. «Nuestra riqueza radica en la mezcla del agua salada que llega desde el océano con el agua dulce de la ría. Esa mezcla, que se da gracias a las mareas, aporta un sabor natural e inconfundible a nuestras ostras».
No son los únicos que han sabido aprovechar las bondades de estos recursos naturales. En Bretaña se concentra la mayor producción de algas de Europa. «Las condiciones son bastante favorables», confirma Sarah Gani, de 'La Casa del Alga', ubicada en Lanildut, el puerto mas grande de Europa de desembarco de algas, con 45.000 toneladas al año. «La calidad del agua aquí es excelente. El fondo es lo suficientemente rocoso como para que puedan agarrarse pero tiene poca profundidad, para que entre luz y hagan la fotosíntesis. Y la temperatura también es adecuada, alrededor de 15 grados, poco variable y fría». Aunque hay casi 800 especies distintas en las aguas bretonas, la comercialización se reduce a poco más de una docena, que se recogen en barco o a pie «Nosotros cosechamos algas salvajes a pie, como antaño», narra Céline Daouben, de Algo'manne, una pequeña empresa local en Ploudalmézeau. Trabajan al ritmo de las grandes mareas que se dan en la zona, que cuando bajan dejan al descubierto grandes extensiones de terreno con algas para recolectar. Las recogen, las secan durante dos días y las procesan. «Hay tres grandes familias: las rojas, las verdes y las marrones. Las dos primeras se usan más en gastronomía. Por ejemplo, la nori, que se usa para el sushi, o la laitue, o lechuga de mar, son de las más demandadas. Se pueden comer en hojas, trituradas, o en tartar. Las marrones se utilizan más para cosmética o medicamentos», puntualiza Daouben.
«Para nosotros hay una máxima que es fundamental: detrás de un producto tiene que haber una cara», sentencia Nicolas Conraux. Para el chef del hotel restaurante La Butte, con una estrella Michelin en su haber, el factor humano es fundamental. «Trabajamos con productores pequeños, que conocemos, y que tratan el producto de la forma más responsable posible» Apuesta por un turismo sostenible y de calidad basado en algo tan simple como el sentido común. «Hay que proteger los recursos naturales. Se nos ha olvidado lo que es vivir de forma más armoniosa con la naturaleza». Conraux predica con el ejemplo. Las fermentaciones, las conservas o la importancia de lo vegetal en su cocina muestra su preocupación por el ahorro energético o el tratamiento de residuos. Todas las decisiones se toman teniendo en cuenta su impacto social y medioambiental, desde el uso de vajilla o cristalería hechos con conchas hasta la sostenibilidad de la ropa o los zapatos de sus trabajadores. «Creo que hoy en día el esfuerzo consiste en deconstruir un poco, cambiar nuestros hábitos. Actuar en nuestro entorno cercano ayudará a mejorar nuestras vidas y nuestro impacto sobre el planeta. Y, con suerte, ser un modelo que otros seguirán».
Faros, acantilados, puertos, dunas, naturaleza salvaje…. En bretón, existe una palabra, 'glaz', para nombrar el color del agua que baña sus costas. Es un color específico de la región, que no tiene traducción exacta en francés. Es una mezcla de verde, azul y gris, único en el mundo, ya que su tonalidad depende de la luz del sol y las condiciones climáticas. Como el color de sus aguas, este territorio con identidad propia es difícil de describir. Es mejor descubrirlo. Merecerá el viaje.
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