Las etiquetas de Joseph Ratzinger
Benedicto XVI merece unas cuantas etiquetas justas. Siempre se ha sentido muy bávaro, de esa zona feliz y de tradición católica del sur de Alemania
Juan Luis Lorda
Domingo, 1 de enero 2023, 08:00
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Juan Luis Lorda
Domingo, 1 de enero 2023, 08:00
Es lógico que, al morir una personalidad pública, se recuerde amablemente su vida y logros. Benedicto XVI también lo merece. Aunque medios más ideológicos todavía sigan con sus batallas de etiquetación. Una figura tan rica como este hombre bueno y sabio rompe los moldes del ... que solo sabe distinguir entre progresista o conservador. Análisis tan torpe como si entre los colores de un paisaje solo pudiéramos elegir entre negro y blanco.
Benedicto XVI merece unas cuantas etiquetas justas. Siempre se ha sentido muy bávaro, de esa zona feliz y de tradición católica del sur de Alemania. Su infancia discurre en aquellos pueblecitos encantadores, aunque entonces no estaban tan bien pintados. Recordará siempre con cariño, su tierra, sus fiestas y trajes, su cerveza, el canto en las iglesias y la fe de aquella gente sencilla, recia y trabajadora, como sus propios padres.
También le va la etiqueta de buen estudiante, que lo será toda su vida. Desde la primaria y como seminarista en la universidad de Munich, entonces en ruinas por los bombardeos aliados. Su modelo de sacerdote y su aspiración era el sacerdocio normal, dedicado a la gente. Pero viéndole con tanta capacidad, lo destinaron a profesor del seminario. Así empezó su larga y fructuosa carrera de teólogo, que se la tomó muy en serio. Y como perito participó activamente en el Concilio Vaticano II (1962-1965).
Ha sido siempre extraordinariamente trabajador y amable en el trato personal, como recuerdan todos los que lo han tratado. Algo tímido y sobre todo modesto; con matices, porque siempre dio sus clases con autoridad. Y así tenemos ya unas cuantas etiquetas que le definen realmente bien: bávaro de tradición, apasionado estudiante, sacerdote auténtico, profesor cumplidor y teólogo sabio pero modesto.
Su vida (1927-2022) tiene etapas muy marcadas. Primero, veinticuatro años como profesor (1953-1977), pasando por cinco facultades de teología (Freising, Bonn, Münster, Tubinga y Ratisbona). Pablo VI lo nombró por sorpresa y directamente Arzobispo de Munich (1977), diócesis con un aparato eclesiástico enorme, que quizá superaba un poco su mentalidad y formación, pero donde brilló su predicación y amor a la liturgia.
Y poco después (1982), Juan Pablo II le llamo a dirigir la Congregación para la Doctrina de la fe, que se ocupa de la tutela de la fe de la Iglesia. Le tocó el trabajo feo, que alguien tiene que hacer, de corregir lo que no está bien en la enseñanza o en las publicaciones cristianas, y también de investigar los peores delitos. Veintitrés años (1982-2005). Aquí la etiquetación de algunos medios llegó a la ridiculez más extrema y le trataron como «el Panzer cardenal» o «el cancerbero de la Iglesia».
Pero él hizo lo que sabía hacer. Trabajar mucho y tratar a la gente con amabilidad, todo modestamente. Y, novedad de esta época, dar muchas conferencias, donde tocó los grandes temas que importaban e importan en la vida de la Iglesia. Generó así un pensamiento de enorme valor, que se reparte en muchos libros y ahora se recoge en sus obras completas.
Juan Pablo II no le dejó retirarse hasta el final. Y, sin quererlo y viéndose indigno y falto de fuerzas, fue elegido Papa (2005). Hizo lo que pudo. Entró a temas difíciles. Escribió su Jesús de Nazaret, que es la obra de su vida. Y cuando creyó que no podía más, dimitió (2013). ¿Qué más etiquetas merece? Sin duda la de un hombre de Dios y, seguramente un santo. La Iglesia lo dirá
Para conocerle como de verdad era, hay que leer su sencilla autobiografía (Mi vida) y las tres entrevistas que le hizo el columnista alemán Peter Seewald. Buen regalo de Reyes. Así las etiquetas las pondrá cada uno.
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