J. R. Ladra

Máximo Huerta | Novelista

«Vivimos tiempos feroces»

Periodista y novelista, volvió a su tierra natal para cuidar de su madre y regente allí 'La libería de doña Leo'

Domingo, 28 de julio 2024, 00:28

Máximo o Maxim Huerta (Utiel, 1971), como se le conoce desde que trabajó en Canal 9, dice que todo periodista lleva dentro una novela. Las suyas transcurren casi siempre en París, ciudad con la que ya soñaba de niño y en donde buscó refugio tras ... su destitución como ministro de Cultura a cinco meses de estrenarse. Ahora vive en Buñol, un pequeño pueblo de su Valencia natal, donde cuida de su madre en su condición de hijo único y regenta 'La librería de Doña Leo' (el nombre de su perro). Una diverticulitis lo llevó al hospital en plena promoción de su última novela, 'París despertaba tarde' (Planeta), una evocadora historia del París de entreguerras.

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–¿Va ya mejor de lo suyo?

–¿De mis divertículos? Mejor sí, gracias. Cuidándome y mimándome por prescripción médica.

–¿Y su madre? ¿ya más tranquila?

–Ha estado muy pendiente de mí, la pobre. Ese instinto maternal de sentirse útil, aún en su estado, despertó en mi mucha ternura.

–¿Que su nueva novela se centre en el olvido tiene algo que ver con su enfermedad?

–Mi padre vivió tres años con alzheimer. Lo de mi madre es más bien demencia senil. Pero el olvido y la memoria me inquietan desde siempre. En una de mis novelas la protagonista padece de exceso de memoria. Se llama hipertimesia.

–¿Qué tiene de malo recordar?

–Puede ser un tormento patológico. No dejar de pensar en el pasado y recordarlo todo, sobre todo lo malo, es la peor mochila. Impide avanzar.

–Sin embargo la memoria tiene hoy muchos defensores.

–Reivindico el derecho al olvido. El 80% de las familias españolas ha aguantado y sobrevivido gracias al olvido voluntario. Y también a las mentiras que nos hemos contado. Han sido fundamentales para superar el trauma y el dolor.

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–¿Es más feliz como librero que como periodista?

–Sí. Porque el periodismo de trinchera que se hace hoy no me interesa.

–Culpa de la polarización política.

–Algunos periodistas ejercen de tentáculos de los partidos y el poder. Parece que solo pudiésemos vivir atacando o defendiéndonos.

–¿Qué piensa cuando oye hablar de la «máquina del fango»?

–Como frase está muy bien elegida porque cala, como caló aquello de «la casta». Es fácil de repetir, de una inteligencia goebbeliana. Pero fango hay en cualquier lugar en el que llueva. Es algo muy antiguo.

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–¿Quién le metió a usted el gusanillo de escribir?

–Azorín, Delibes, Larra… No me comparo, pero todos los grandes escritores han sido antes periodistas. Somos contadores de historias. Todos los periodistas llevamos dentro una novela.

–Las suyas suceden en París.

–Esa fascinación me viene de unas tías de Francia que venían en verano a Utiel. Traían un aspecto y un aroma diferente, con dulces, maquillajes y vestidos que aquí no se habían visto. Seguramente no serían tan exóticas como las recuerdo. Pero soñaba visitar el lugar del que venían. Una ciudad que, en mi imaginación de niño, recree mucho antes de conocer.

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–¡Hay que ver cómo está La France!

–En ebullición. Pero es parte de su ADN y de su historia. Ya sea la Revolución Francesa o Mayo del 68, sus cambios han sido siempre convulsos. Y es contagioso. Cuando Francia pega una sacudida se produce un efecto mariposa.

–Habrá pues que estar atentos.

–El París de entreguerras del que hablo en mi novela era la ciudad más vital, cosmopolita e integradora del mundo. Polacos, españoles, italianos... no necesitaban ser franceses para sentirse parisinos…

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–Hasta la victoria del Frente Popular para frenar a la ultraderecha, hijos de inmigrantes nacidos en Francia decían no sentirse franceses.

–Esa es la diferencia y lo que crea el conflicto. No solo en París, en Lyon, en Marsella... ¿Me adapto a la cultura del país que me acoge o quiero que ese país funcione según mis reglas?

–¿Le inquieta que Europa vuelva a entrar en guerra?

–No hago futurología. Pero el aroma es tóxico. A menudo basta un encontronazo entre dos imbéciles para que estalle una guerra. Y hoy hay demasiados imbéciles con palmeros que les aplauden.

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–¡Cuánto daño hace el culto al personalismo!

–Lo que no hay es diálogo. Saber callarte una palabra y relajar los ánimos en lugar de exaltarlos. Las peores guerras son las verbales porque esas son las que cocinan odios.

–¿Se refiere a cosas como que un ministro llame «saco de mierda» a un ciudadano en las redes sociales?

–Es un cultivo vírico. Pero lo peor no es esa frase, sino la defensa que ha tenido. Lo que se lleva es el matonismo y el hooliganismo. «¡Contra ellos!». «¡A por ellos!». Vivimos tiempos feroces.

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–¿Ha perdonado ya a Pedro Sánchez por sacrificarle y abandonarle a su suerte, cuando iban a por usted?

–Duermo muy tranquilo, mis preocupaciones son otras. Que sea la historia quien juzgue.

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