La escritora y también periodista Ángeles Caso (Gijón, 1959) lleva embarcada desde hace décadas en la misión de combatir la visión androcéntrica de la historia. Un desenfoque que dura mucho, desde hace al menos 5.000 años, cuando se inventó en Mesopotamia la escritura. En ... este empeño de reenfocar las cosas, ha publicado 'Las desheredadas' (Lumen), que entronca con su ensayo 'Las olvidadas', ahora reeditado.
– ¿Escribir 'Las olvidadas' sirvió para que algunas mujeres que reivindica en el libro salieran del ostracismo?
– Se convirtió en un libro de texto en institutos, colegios y universidades, y dio a conocer a muchas mujeres a las que sacó del pozo de la ocultación y el olvido. Desde un punto de vista ideológico y feminista, quise establecer un poco de justicia en un mundo en el que la injusticia ha sido enorme.
– En 1994 quedó finalista del Premio Planeta, en una edición que ganó Camilo José Cela. Luego usted se lo llevaría en 2009. ¿Tuvo oportunidad de conocer a Cela, que tenía fama de machista?
– Cela fue absolutamente exquisito conmigo. Ya le conocía de alguna entrevista que le hice y él ya trataba a mi padre, José Miguel Caso González, que fue catedrático de Literatura y rector de la Universidad de Oviedo. No puedo decir nada malo de Cela, al contrario, conmigo fue muy generoso. Hablaba mucho de sus colegas más desafortunados, como Gabriel Celaya y su mujer, Amparitxu. Dentro de ese hombretón conocido por sus exabruptos y mal genio había también un ser muy tierno. Tenía algo de niño provocador.
– ¿Qué piensa de que se presenten a mujeres relevantes de la historia, como Teresa de Ávila o Isabel la Católica, como precursoras del feminismo?
– Mucha gente menosprecia a esas dos figuras históricas porque ideológicamente se situaban en el polo opuesto del que se supone debería estar el feminismo. Pero es un error, no podemos aplicar los mismos conceptos de hoy para enjuiciarlas. Algunos fruncen el ceño cuando se cita a Isabel la Católica, que expulsó a los judíos. Muy mal hecho. Sin embargo, esa decisión no obsta para que se mostrase como una mujer de una gran fuerza y valor, de una 'auctoritas' inaudita, que contribuyó a que otras mujeres de su entorno la acompañasen. Al ser exaltadas por sectores muy conservadores las miramos con demasiados prejuicios.
– ¿Ha sufrido humillaciones por la élite cultural por el hecho de ser mujer?
– Mucha gente decidió no entender, o simuló no entender, que yo era una escritora feminista. Al principio hubo menosprecio. Es el coste que tienes que pagar por ser alguien que no encaja en lo previsto. Con todo, hay personas que me han respetado y otras que desde el principio han ido a machacarme.
Un trabajo más
– Rosa Montero, un caso parecido al suyo, por cuanto pasó del periodismo a la literatura, dice que su éxito estuvo acompañado de no pocos odiadores. ¿A usted también le ocurrió?
– Odio como tal no lo he percibido, porque es un sentimiento que me achanta mucho. Cuando lo siento me hago muy pequeñita, de modo que procuro obviarlo. Trabajé dos años en televisión, pero para mucha gente yo era una señora más o menos atractiva que presentaba el telediario. Había mucho interés en cosificarme, me veían como a una señora maquillada y de pelo rizado que les contaba una serie de cosas. Algunos no me leían porque consideraban que era la petarda de la tele, cuando la televisión fue uno de los muchos trabajos que hice para ganarme la vida.
–¿Y por qué dejó el periodismo?
–Me especialicé en Historia del Arte y mi sueño era trabajar como conservadora en un museo, pero por entonces los museos eran espacios muy franquistas y cerrados. Además no había plazas. Estuve tanteando distintas posibilidades, incluso me marché a Brasil una temporada, volví y, por una serie de casualidades tontísimas, al final apareció ese trabajo en televisión que yo detestaba, pero era una manera de ganar un sueldo. Al principio trabajé en Asturias, pero luego me contrataron en la televisión nacional, en TVE.
– ¿Qué ocurrió entonces?
– No me gustaba el trabajo en sí, me parecía aburrido y poco creativo. El periodismo es fundamental, pero cuando veía a mis compañeros celebrar una noticia como la gran verdad, a mí me salía la vena de historiadora y pensaba: «Igual esto no lo sabremos hasta dentro de 75 años». Pero lo peor eran las consecuencias en la vida privada: la fama y el que me reconociera la gente por la calle. Todo eso me pesó de una manera terrible. Pensé que si quería sobrevivir tenía que irme, porque de los contrario el trabajo acababa conmigo y me hundía en una depresión.
– ¿A qué atribuye la fiebre por los documentales sobre el antiguo Egipto y el nazismo?
– Se repiten unos tópicos iconográficos que, en el caso de los nazis, achaco a una masculinidad mal entendida. En el mundo egipcio el gancho es la inmensidad de las pirámides, los templos gigantescos, aunque si una se para a pensar, todo eso se construía a costa de esfuerzos y sacrificios humanos de gente vulnerable.