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Atendía a su abuela con ojos de búho y no se creía que el bisabuelo la hubiera obligado a dejar la escuela para que atendiese la casa. Eso con apenas doce años, casi los que él tenía mientras escuchaba esa historia familiar. Le sonaba tan ... ajena como a los niños les parece hoy un mundo sin internet o sin teléfonos móviles. Lo de la discriminación de la mujer ni se lo llegaba a plantear, claro. No es motivo de reflexión para un pubescente. Algo sí que ha oído en el cole sobre la igualdad y así, pero hasta ahí. Además, ha conocido eso, o algo que se le va pareciendo, desde que nació. Y no imagina siquiera que el suyo forma parte aún de una minoría de hogares donde papá no ayuda a mamá, sino que ambos comparten; donde poner la lavadora o recoger la mesa no es privativo de su hermana ni la cocina o el aspirador lo son de su madre. Vive esa anormal normalidad desde el convencimiento de que esa es la norma que rige la convivencia aquí y en Skopje, la ciudad que, según estaba estudiando en Sociales, es capital de Macedonia. Y que tal normalidad se ha vivido así por los siglos, o eso creía. Porque el relato de la abuela le ha roto los esquemas. Aunque la inocencia que todavía le acompaña no le permite intuir que lo de su abuela fue hasta hace no demasiado tiempo la llama que templó el acero de una convivencia desigual en la que el hombre pisaba un metro por encima de la mujer. De todas las mujeres. Fue la norma y hoy aún lo es en demasiados casos si se alumbra la escena con luces de cruce. Y en muchísimos más si echamos las largas y una mirada más global al asunto.
Consumido casi el primer cuarto del siglo XXI, recordamos todavía el pasado en masculino. De femenino, la historia solo tiene el género y apenas algunos resquicios para excepciones planteadas casi como anécdotas: Cleopatra, Teresa de Ávila, Juana de Arco, Olympe de Gouges (un nombre que en realidad escondía a Marie Gouze), Marie Curie o Simon de Beauvoir. En nuestro entorno, recitamos a Gonzalo de Berceo, pero casi nadie sabe de Áurea de Villavelayo, considerada por los investigadores junto al poeta medieval como precursora los de los místicos del Siglo de Oro. Y si nos esforzamos nos salen algunos nombres contemporáneos: María de la O Lejárraga, María Teresa León. O de ayer, como Carmen Medrano, porque tiene una calle, o María Dolores Malumbres, que vivió hasta anteayer y la tendrá mañana (la calle). Pero son la excepción. La regla sigue siendo la discriminación. Verbigracia: ellas son más y logran mejores calificaciones que ellos en la universidad, pero también ocupan la mayoría de los empleos a tiempo parcial, perciben menor salario y ocupan muy pocos puestos de responsabilidad en las empresas y en los lugares de decisión.
Tener por presidenta del Gobierno regional una mujer también es una rareza. Como lo son de alguna manera las mujeres que ocupan las páginas de este suplemento. Líderes en sus ámbitos por derecho que tratan de vivir esta excepcionalidad desde una normalidad privativa aún de ciertas élites.
La pandemia lo ha puesto también en evidencia. La cadena siempre se rompe en los eslabones femeniles. El Covid ha destruido más empleo femenino que masculino. Han sido ellas las que más se han hecho cargo de los enfermos. Y de los niños cuando se han quedado sin colegio. Por no hablar de los miles de cuidadoras y empleadas de hogar sin contrato que se han quedado sin ingresos de la noche a la mañana.
No se trata, en fin, de ser feminista o no, sino de involucrarse en el esfuerzo de conseguir la igualdad real de los derechos de las mujeres. En La Rioja y en Skopje, la capital de Macedonia.
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