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Necesitamos a los insectos para que polinicen nuestros cultivos, reciclen el estiércol, las hojas y los cadáveres, mantengan el suelo sano, controlen las plagas y muchas cosas más. Tamaña empresa está en riesgo porque sus protagonistas están desapareciendo. Sin ellos todo se desplomará. La culpa ... de su merma alarmante la tienen los vastos monocultivos que se extienden al compás del empleo masivo de pesticidas y fertilizantes. Es curioso que odiemos a los insectos, causantes de expresiones de horror y repugnancia. En eso que solemos llamar «bichos» se cifra nuestra supervivencia como especie.
Dave Goulson, profesor de Biología de la Universidad de Sussex (Inglaterra), ha escrito un libro deslumbrante y a la vez pavoroso. En 'Planeta silencioso. Las consecuencias de un mundo sin insectos' (Crítica), el especialista da cuenta del derrumbe de las poblaciones de insectos en muchas partes del mundo. Goulson habla con conocimiento de causa: cuando era un crío observaba a los grillos, los gusanos, los saltamontes, los escarabajos… y de esa observación minuciosa a lo largo de décadas llega a conclusiones dramáticas. «Si se culminara la extinción de estos aliados del hombre, aflorarían rápidamente las hambrunas, el caos». No en balde, el 75% de las cosechas necesitan su ayuda para ser rentables. Por añadidura, los pastos se asfixiarían bajo toneladas de estiércol acumulado por la desaparición de los escarabajos y las moscas que los descomponen.
La distopía está aquí. En zonas de China, Kenia o la India ya se poliniza a mano ante la incomparecencia de estos invertebrados. ¿Es tan peliagudo el problema como lo pintan? Parece que sí. Un estudio cifra en un 76% la disminución de biomasa de insectos voladores en los últimos 25 años. Basta un ejemplo un tanto prosaico para comprobarlo: antes, cuando se hacía un viaje en coche, se paraba cada cierto tiempo para limpiar los bichos muertos del parabrisas, algo que cada vez es más infrecuente.
Resulta llamativo que en paralelo a este descenso favorecido por el cambio climático y aglomeraciones humanas, están proliferando especies como garrapatas, cucarachas y moscas. Para Goulson, aún no es demasiado tarde para reaccionar. Pese a que cada día se extingue alguna especie, los insectos pueden reproducirse a gran velocidad en términos relativos en comparación con tigres y rinocerontes. «Si tan solo les dejáramos vivir en paz y aliviásemos algunas de las muchas presiones que ejercemos sobre ellos, podrían recuperarse rápidamente», escribe Goulson.
Los insectos están situados cerca de la base de la mayoría de las cadenas alimentarias, de modo que su recuperación es un requisito previo para que se mantengan las poblaciones de aves murciélagos, reptiles, y anfibios.
Uno de los enemigos más devastadores para ellos es la escasez de agua. «La sequía da lugar a que las plantas con estrés hídrico dejen de producir néctar en sus flores, lo que perjudica a los polinizadores. Además, los abejorros, a los que les gusta el frío, cuando padecen los efectos de las olas de calor no pueden encontrar alimento».
Brillante divulgador, Goulson explica las maravillas que nos perderíamos de producirse una aniquilación de esta pequeña fauna. En la cúspide de la polinización, Goulson coloca a abejas y abejorros, que probablemente se extinguirán en una o dos décadas si el hombre no lo remedia. El biólogo suscita el asombro cuando relata cómo los zánganos se impregnan del aroma de las orquídeas para resultar atractivas o cuando explica que la mosca produce espermatozoos veinte veces más largos que su cuerpo. En verdad es apasionante descubrir la existencia de los insectos palos, capaces de copular 79 días seguidos, o el quehacer de una especie polillas que chupan las lágrimas de las aves dormidas.
De la hecatombe de insectos solo se salvaran especies como las langostas y los mosquitos, lo que dibuja un panorama desalentador, pues un crecimiento desaforado de los segundos traerían consigo una expansión de la malaria.
La receta de Goulson para evitar el colapso pasa por el decrecimiento. El científico aboga por evitar la hiperproducción delirante de alimentos, cuyo destino muchas veces es el cubo de la basura; devolver a su estado original los millones de hectáreas ahora destinadas a la ganadería y la agricultura, así como erradicar los pesticidas y fertilizantes. Es una empresa factible. La denuncia de Rachel Carson contra el DDT ilustra que la lucha merece la pena.
El DDT, presentado como un remedio milagroso para salvar las cosechas y garantizar la producción de alimentos, envenenaba el agua, la tierra y el aire; condenaba a la inanición a los pájaros, que ya no hallaban insectos con que alimentarse, y a larga, recrudecía el problema que parecía solucionar. Es verdad que el DDT mataba a muchos insectos dañinos para las cosechas, pero liquidaba también a otros insectos que eran sus depredadores naturales. Erradicados estos, los parásitos de los que se habían nutrido crecieron más rápido y desarrollaron defensas contra el plaguicida, de manera que hacían falta dosis mucho mayores para que el DDT no perdiera su eficacia.
En un acto de militancia y optimismo, el especialista se muestra convencido de la capacidad para cambiar las leyes. Es posible mantener otra relación con el medio ambiente, lejos de depredaciones. La solución requiere el concurso de la ciencia y la técnica aplicadas en beneficio de la mayoría.
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