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Ninguna generación como la de la primera hornada de 'babyboomers' ha conquistado la madurez en mejor estado físico e intelectual. Y ninguna otra ha emprendido esa etapa con mejor pronóstico de longevidad. Uno de cada cuatro españoles ha superado los 60 años. Jubilados o ... en activo, podrían pasar por ser los hijos mayores de aquellos abuelos sesentones de la democracia debutante, y lejos de levantar el pie del acelerador, viven, hacen, planean y viajan con un ímpetu casi intacto.
De acuerdo con nuestra esperanza de vida, una de las más altas del mundo, les quedan por delante entre dos y tres décadas para explorar o volver a empezar. Hasta que la ola asesina de la Covid-19 barrió el planeta y nos dejó varados y sin rumbo en casa, eran los que mejor se las prometían. Pero la pandemia ha desbaratado todo, vidas y expectativas. Según los datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), el 95% de las personas que ha fallecido a causa del virus tenía más de 60 años y ellos son los que copan las UCI.
Conforman el colectivo de mayor riesgo. Rasgarse la camisa para hablar de fragilidad, miedo, enfermedad, envejecimiento o muerte no es fácil. Muchos han declinado hacerlo. Pero otros son capaces de mirar de frente a la amenaza invisible y de sostener, al mismo tiempo, la sonrisa y el reprís. No es una pose.
Carme Ruscalleda nació con un don para la cocina y con una incapacidad profunda para las imposturas y el abatimiento. «Siempre hay una salida», suena en su megafonía interior cuando vienen mal dadas. El viernes cumplió «67, no, 68» y volvió a sobresaltarse y a pensar «caramba, cuánto años y no los siento», para regresar de inmediato al cocido lento del agradecimiento. «Cada día, abro mi balcón, miro al cielo y pienso 'qué bien, un día más'. Hay que dar la gracias», prescribe con una voz cantarina en la que envuelve su deje catalán.
Lo cuenta desde la casa en la que nació, en Sant Pol de Mar, en el Maresme, la misma en la que vive con su marido, su hija y su madre, frente al icónico restaurante que hace apenas dos años dejó suspendido de las tres estrellas del cielo Michelin para cerrar tres décadas de entrega y gloria, y escribir otro capítulo vital y profesional. «Soy muy consciente de que viene un deterioro. Mire si lo soy que cuando cumplí los 65 mi marido y yo tuvimos claro que había que parar antes de perder en liderazgo y creatividad. A la única a la que no puedas engañar es a ti misma. Esa honestidad es lo que te hace fuerte y libre».
Aunque el coronavirus ha dejado en un limbo un montón de proyectos, Ruscalleda mantiene el pulso creador y su talante chispeante y luminoso. «Claro que he sentido que tenía más cromos que los demás para rellenar el álbum, pero no me torturo. Siempre fui consciente de que a este viaje he venido con el ticket de salida. Eso sí, voy a hacer todo lo posible por usarlo lo más tarde posible». «Estoy en mi época, porque estoy aquí, y esta pandemia es lo que ocurre ahora, así que me adapto. Nos habíamos vuelto idiotas consumiendo sin freno... Tenemos que reflexionar sobre el lujo....», desliza. «No hay miedo al futuro. Venga como venga. Lo que importa es el presente. La vida es un continuo reinventarse».
Hay al menos otra conocida catalana de la quinta, vitaminada y supermineralizada, a la que ni los años ni los virus se las arreglan para achantarla. Aunque vengan en formación de a dos. Mercedes Milá ha soplado 69 velas sin sobrecogerse. «No me siento mayor, como no me sentí joven cuando lo era. Yo me siento Mercedes», abre el fuego fiel a su estilo directo. «Nunca he sufrido por cumplir años. No me pesan. Será por mi genética, porque me cuido, porque me encuentro bien y porque no he dejado de hacer nada. Al contrario, tengo la sensación de que el tiempo me ha hecho más dúctil y menos exagerada, que lo sigo siendo mucho. Pero voy mejorando un poquito», se evalúa al otro lado del aparato desde su confinamiento, con cuatro amigos, en un paradero que le fió a Évole pero que no repite para evitar «rollos».
La «ancianidad» y otros clichés, asevera, se la traen al pairo. Pero sabe que el proceso está en marcha. Se lo certifican esas «manchas marrones que me salen en la piel y que las odio porque no se quitan. Hagas lo que hagas salen». La periodista y presentadora entra en harina con la misma receta que Ruscalleda. «La situación hoy para las personas se divide en dos: están los enfermos, que viven un calvario, junto con los que cuidan, que viven otro, y luego estamos el resto de la población, que vivimos con asombro y desconcierto. Yo cada día doy gracias por estar viva y por no estar enferma. Soy una privilegiada. No necesito una UCI, ni un respirador».
Acaba de volver a la tele, junto a su perro, con una remesa nueva de episodios de 'Scott y Milá' y la presentadora iba hasta arriba de adrenalina. Pero de pronto se ha sentido vulnerable. «Claro, sé que soy población de riesgo y que tengo que tener más cuidado. Por suerte, estoy rodeada de gente que me ayuda a tomar todas las precauciones y a limpiar cada paquete que entra a casa del súper». A la incertidumbre la pone a raya con la lectura, la meditación, las labores domésticas, una 'ropa vieja' que improvisa con las sobras de la semana y las enseñanzas de Eckhart Tolle, «el autor espiritual más popular de Estados Unidos», en palabras de 'The New York Times. «¿De qué sirve temer a la enfermedad y a la muerte si no han llegado? Lo inteligente es vivir en el ahora. Lo único que cuenta es lo que está pasando en este instante. No lo de ayer ni lo de luego».
Pedro Delgado acaba de estrenar la década prodigiosa, una llamada a ser de serenidad y plenitud hasta que la Covid-19 le colocó el rótulo de crítica. Su onomástica en reclusión le ha colocado sin esperarlo frente al espejo del paso del tiempo. A falta de nuevas carreras ciclistas, la televisión del coronavirus ha recuperado pruebas de los ochenta y los noventa, en las que él era uno de los protagonistas. Y lejos de sumergirse en una nostalgia donde corre aire viciado, el campeón segoviano la goza en su papel de espectador. «Ahora me pregunto lo que la gente me preguntaba entonces, '¿cómo podéis subir esos puertos con esa alegría'. Yo mismo me asombro de que pudiéramos hacerlo con aquellas bicicletas y desarrollos».
Sus victorias desempolvadas sobre el asfalto, un piso «espacioso» en el centro de Madrid, una bicicleta en el rodillo, y una familia «casera» le han ayudado a llevar el encierro con un sosiego que solo se quiebra cuando se topa con transeúntes sin nariz ni boca. «Las mascarillas me impresionan mucho. Todo es muy triste...», admite. Aun así, no se siente expuesto frente a un virus que se ceba en los mayores. «Tengo muy buena salud y aunque sé que tengo mis riesgos, no tengo miedo», asegura.
26 años después de su adiós profesional, el ganador del Tour de 1988 asegura haber «aprendido a convivir con las circunstancias que no me gustan. Revolverte contra ellas es darte contra la pared. Claro que estoy preocupado con la salud y con la economía, pero vivir el momento es lo que te da calma y te equilibra. Trato de disfrutar lo que tengo. Cuando en la vida ocurre algo que no quieres, yo cambio de dirección pero no paro».
Atrapada en su piso en el barrio madrileño de Goya con su perro, Treze, y su expareja, la cantante y profesora de piano del Conservatorio de El Escorial Ana Curra va «a ratos» por el «tobogán» de cada día. A sus 61 años, la reina del punk español, referente de la Movida Madrileña más 'underground', había regresado a la pista de despegue para coger velocidad y hacer volar su nuevo disco, 'Huaca', en una gira por Latinoamérica. Pero se quedó en tierra. El Covid-19 ya había tomado tierra. «Tengo mucho ruido en la cabeza. La frustración se mezcla con la incertidumbre, la desconfianza y la falsa sensación de que el tiempo ha quedado en suspenso...», confiesa. «Intento refugiarme en mi mundo interior y en los míos».
Se encontraba en otro momento «de urgencia», similar al de su juventud con Alaska y Los Pegamoides, primero, y con Parálisis Permanente, después, en aquella España ansiosa y efervescente por estallar de la post Transición. «Necesitaba volver a rular, viajar, dar conciertos. El cronómetro externo me trae sin cuidado, pero me había dado cuenta de que la vida pasa y de que hay que vivirla de forma activa antes de que la salud física te empiece a fallar. Aunque no la siento acechante, yo siempre he tenido muy presente la muerte».
A ratos, el vagón desbocado del encierro le conduce pozo adentro adentro de sus fantasmas internos y de los interrogantes sin respuesta: ¿tendré energía y ganas de volver al punto en el que estaba? ¿la gente dejará atrás el miedo para volver a los conciertos? «No es momento para acobardarse. De esta crisis unos vamos a salir más rebeldes porque hay un estado de control que va en aumento y al que no nos vamos a someter, y otros alienado y sumisos por el miedo. El punk hoy es un estado de alerta ante lo que no estamos dispuestos a conceder, que es nuestra libertad y nuestro derecho a divertirnos y a la alegría de vivir», reivindica.
El escritor, viajero y periodista Javier Moro tenía pensando pasar el tránsito de los 64 a los 65 años «sin dramas», pero la Administración se ocupó de advertirle sin mucho tacto de que atravesaba una frontera peligrosa. «Ese día mi carné de conducir expiró automáticamente». Sin embargo, ni por esas consiguieron aguarle la fiesta. «Ya no tengo la capacidad de concentración de hace veinte años; ahora cada tres horas tengo que parar. Te despiertas y te duelen las articulaciones. Hace un año me detectaron un cáncer, del que me operaron. Han empezado a sonar campanas. Todo esto me hace ver que entro en el último tramo pero, si hay armonía en tu vida, no hay motivo de tristeza».
El autor madrileño, premio Planeta en 2011 por 'El imperio eres tú', no esconde el bulto. «Ver los muertos en Madrid es tremendo. Claro que sobrecoge. Me ha parecido que de repente estábamos en la Edad Media», se despacha. «Yo me cuido y tomo todas las precauciones. Sé que este virus puede ser muy cabrón, pero no puedo vivir aterrado. Me niego».
A mesurar la amenaza le ayuda 'A flor de piel', su penúltimo libro, sobre la Expedición Filantrópica, contra la viruela, que a primeros del siglo XIX distribuyó la primera vacuna de la historia por el mundo entero de forma gratuita. «Para escribirlo tuve que documentarme sobre epidemias y pandemias y lo que descubrí es que estos fenómenos nos acompañan desde que el hombre es hombre. Además, la crisis gorda no es ésta, está a la vuelta de la esquina y es la climática», advierte.
En su confinamiento, Moro resucita en una novela a otro español de campanillas soterrado en el olvido, vuela su dron y amaga rescatar las acuarelas. «El futuro es bueno, al final acabamos todos saliendo y enamorándonos de salir y tomar algo en una terraza».
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