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juan cano
enviado especial a La Palma
Sábado, 2 de octubre 2021, 00:12
San Borondón es un barrio fantasma. Sus calles recuerdan a las de las viejas películas del Oeste con el alisio haciendo rodar la basura a su antojo por el suelo. En toda la travesía de la carretera de la Costa asoman tan sólo un par ... de periodistas de la televisión canaria, que lucen petos amarillo fluorescente para identificarse, y una mujer que corre apresurada con un paquete de seis botellas de agua. Pese a estar en zona confinada por la cercanía del penacho, lleva una mascarilla quirúrgica. «Sólo he salido a comprar. Me voy a casa, la Guardia Civil ya me ha regañado», expresa antes de despedirse.
Al final de la avenida principal, donde la carretera se bifurca hacia La Condesa, hay un retén de la UIP de la Policía Nacional para cortar el paso. «No puede continuar. A partir de aquí ya es zona de exclusión», anuncian amablemente los agentes, desplazados desde Tenerife. A sus espaldas, tapada por las casas y el desnivel del terreno, está la nube de humo, vapor y gases que libera la colada en su entrada al Atlántico, al que ha conquistado ya medio kilómetro. Ese penacho, que está a apenas dos kilómetros, mantiene confinados a los vecinos de San Borondón y también a los de La Duquesa, Marina Alta y Marina Baja, todas ellas barriadas del municipio palmero de Tazacorte.
La orden la dio este lunes el director del Plan de Emergencias Volcánicas de Canarias (Pevolca), Miguel Ángel Morcuende, ante la inminente llegada de la colada al mar y la nube tóxica que, sabían, iba a generar. Desde entonces, los 4.500 vecinos, a los que anoche se sumaron otros 3.500 personas de Los Llanos de Aridane y El Paso, que residen en esas barriadas no pueden salir de sus casas –salvo lo imprescindible o por causa de fuerza mayor– y permanecen con puertas y ventanas cerradas para impedir la entrada de gases perjudiciales para la salud. No en vano, en Tazacorte ya se ha detectado la presencia de dióxido de azufre. Las calles no se han cortado. Pero están desiertas.
A partir de este punto se incluye toda la zona afectada por el incendio del mes de agosto hasta campo de fútbol de El Paso, incluyendo la zona comprendida el oeste de la LP-3 hasta la rotonda del Sombrero.
Al desandar la barriada desde del corte policial en la zona de exclusión se encuentra una pequeña casita de color verde, de fachada estrecha y tres plantas de altura. Es la única puerta que se abre. Al otro lado aparece la mirada bonachona de Luciano Julián Zapata Betancour, palmero de 79 años, junto a su esposa Marcela Carmen Gómez Gómez (83). Luciano tiene en el fuego una vieja cafetera italiana. «¿Quiere un cafecito?», pregunta. La negativa no le tuerce la voluntad. «También tengo vino», sonríe.
Con la orden de confinamiento, la pareja se marchó a una casa que posee en Tijarafe, un pequeño pueblo al noroeste de la isla, «pero decidimos volver porque tenemos unos animalitos aquí y hay que darles de comer». Lo hicieron pese a saber que, con la decisión, se condenaban a la reclusión hasta que el Cumbre Vieja deje de expulsar lava. «Y este [confinamiento] es peor que el del coronavirus. El otro lo llevamos mejor que éste. Sé que es una enfermedad muy dura, pero esto es distinto, carajo, porque estás todo el día y toda la noche con ese ruido del volcán. Al menos allí [en Tijarafe] podías salir a dar un paseo, pero aquí no puedes asomarte ni a la terraza. El día a día es mucho calor, mucha tele, que te va poniendo más nervioso. Entre el ruido y la tele, no se piensa en otra cosa», expresa Luciano mientras su mujer asiente.
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Es su tercer volcán, pero ninguno, asegura, como éste. «En el de San José yo tenía seis años. Lo recuerdo. Vine con mi padre a Las Manchas en una camioneta Minerva. En el del Teneguía yo ya era camionero y escuché el taponazo mientras conducía. Éste es el peor de los tres. Se llevó muchas viviendas de amigos». Luciano, un tipo alto y cachazudo, se rompe: «Si voy a hablar con ellos… No puedo. No les puedo decir nada». Tienen dos hijos y una nieta -«que es más graciosa…», interviene Marcela- a los que no ven desde hace dos días. Aunque uno de ellos vive en Tazacorte, no han tenido que ser desalojados y se encuentran bien. Cuando supera la emoción, Luciano añade: «Hay que echarle valor a todo esto y tener un poco de ánimo todavía, a ver si lo superamos».
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