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El confinamiento ha convertido en jaulas los hogares de las mujeres víctimas de la violencia de género que conviven con su maltratador. El incremento de las agresiones y la desaparición de espacios de tranquilidad, no obstante, han sido un revulsivo para algunas de ellas, ... que se han sublevado en medio del estado de alarma. «Estamos recibiendo muchas peticiones de ayuda de mujeres valientes que han decidido romper el silencio y recuperar su vida. ¿Quieres acompañar a una de ellas?», preguntó la Fundación Ana Bella por redes esta semana para captar voluntarias ante el aumento de las llamadas a su servicio de atención telefónica. «Un maltratador tiene períodos», asegura Catalina Zeigen, superviviente y miembro de esta organización.
«Son procesos en espiral, y las expresiones de maltrato física y psicológica aumentan con el tiempo, más aun en este tipo de situaciones de aislamiento». Desde que está vigente la orden de quedarse en casa, tres mujeres han muerto por la violencia machista, y un cuarto caso se encuentra en investigación. K, de 35 años, perdió la vida el 20 de marzo en Castellón; E. a los 78 años en Las Palmas de Gran Canaria el 4 de abril, y una mujer de 48 años la semana pasada en Corbera de Llobregat. Las tres fueron asesinadas por sus parejas. Además, el 13 de abril en Valladolid una mujer de 56 años cayó al vacío desde su ventana. Su pareja estaba presente. Ese hombre fue detenido y luego liberado.
Al mismo ritmo que se hacen insoportables las circunstancias de las víctimas aumentan las actuaciones de las fuerzas policiales. Desde el 14 de marzo hasta el 28 de abril se han realizado más de 190.000 actuaciones para resguardar a las víctimas de violencia de género, multiplicándose las aciones de protección en las últimas dos semanas, con 5.273 detenciones. Aunque el Consejo General del Poder Judicial no tiene aún un balance de juicios celebrados en los juzgados especiales para la violencia contra la mujer estos días de pandemia, las llamadas al 016 se han incrementado un 12% en las dos primeras semanas de confinamiento con respecto al mismo periodo del año anterior, según los últimos datos del Ministerio de Igualdad.
«La realidad salta a la cara, y verte aislada y sola con tu maltratador genera demasiada tensión», afirma Antonia Ávalos, directora de Mujeres Supervivientes. «No hay distracciones. Él está ahí siempre y el miedo se instala en el cuerpo y la mente. La muerte se ve más cerca». Con los datos personales ocultos por razones de seguridad, de estas sensaciones nos hablan las víctimas de cuatro casos ocurridos durante las últimas semanas de aislamiento.
Nunca le levantó la mano. Su maltrato consistía en el castigo económico y el abuso sexual, una combinación que busca asegurarse la servidumbre de su víctima. Después de 14 años de convivencia y dos hijos de 8 y 10 años, la castigaba con el control del dinero y el tiempo, y una continua presión para mantener relaciones sexuales. «¿Me estoy volviendo loca? Ya no sé qué pensar», escribió la víctima, de 39 años y sin empleo, en un Whatsapp. «Si me niego, pasa a las amenazas físicas».
Con el confinamiento el ciclo de violencia pierde los ratos de tranquilidad, las lunas de miel entre cada agresión, los momentos que hacen que la víctima permanezca al lado de su captor. Un maltrato que se basa en la dependencia económica regula la asignación de dinero, incluso para bienes básicos, para la comida esencial del hogar. Puede llegar a privar de suficientes alimentos a la mujer y a sus hijos. «Intento hacerlo razonar, pero no le digo que tengo miedo», dijo en su mensaje. «No me atrevo a dejarlo, ¿y si me persigue?». El confinamiento multiplicó el maltrato cotidiano y el desequilibrio de fuerzas. Insultos como «gorda, fea, estúpida» combinados con afirmaciones como «todo lo haces mal, no sirves para nada».
Hace dos semanas, esta víctima salió de casa con sus hijos y se dirigió al Instituto Andaluz de la Mujer. Después de 15 años de agresiones, ingresó en una casa de acogida, en otra ciudad, y recibe orientación jurídica y psicológica porque está «triste, angustiada, nerviosa, sin ánimo». «Sin confinamiento le hubiera podido aguantar otros diez años». Los niños siguen sus clases por internet, al que tienen acceso en su casa provisional.
Tiene 16 años y esta semana ha denunciado a su padre por amenazas contra ella y su madre. «Yo estaba temblando y llevaba sin comer un día entero», rememora la joven que cursa cuarto de la ESO en una ciudad andaluza y quiere estudiar Administración y Gestión de Empresas. «No podía comer por la angustia, por las amenazas y el miedo». Durante el encierro familiar, la conducta violenta de su padre iba en aumento, y comenzaba a involucrarla a ella en las peleas con la madre. En la paranoica actitud paterna, exigía que ella fuera testigo de sus acusaciones a gritos. «No podía irme, tenía que decir que sí siempre, para complacerlo, para que no se enfadara más. No quería empeorar las cosas, no tenía dónde meterme», relata la joven. «Lo peor es el conjunto entero. Las amenazas, los gritos, los golpes en la mesa. ¿Y si pasa algo?, me preguntaba. Yo lo veo capaz... Y sé que es capaz...».
A comienzos de marzo su madre le pidió ayuda para encontrar una institución que las orientara. La adolescente comenzó a buscar usando el móvil de su novio. «A él mi padre no podía revisarle el rastro de Google», dice. «A mí me miraba las búsquedas y los contactos. Tenía angustia por si veía guardadas las instituciones de ayuda, aunque las tenía con los nombres de mis amigas». Hace dos semanas eligió la Fundación Ana Bella, que las guió paso a paso. El día de la liberación llegó en pleno confinamiento. «Me desperté temprano para denunciar a mi padre. Mi madre y yo nos preparamos. Repasamos lo que íbamos a decir. Él me preguntó por qué me había despertado antes de las diez. Nos amenazó otra vez. Mi valor viene de tanto sufrimiento. Sé que luego tendré una vida feliz, sin gritos, sin que haya alguien controlándome».
En la Guardia Civil las escucharon, tramitaron la denuncia. «Me vieron tan nerviosa que me dijeron que irían despacio». Al hombre le detuvieron ese mismo día. Aunque no ha perdido la patria potestad, ella no está obligada a cumplir un régimen de visitas. «A lo mejor me tiene algo de rencor pero, si alguna vez me quiere ver, no le diré que no, aunque me tomaré un tiempo para pensar todo lo que ha ocurrido», reflexiona la joven, que ha comenzado hace pocos días un tratamiento psicológico por teléfono. «Las mujeres maltratadas deben saber que si tienen hijas también tienen un apoyo, porque las entenderán. Yo a mi madre la apoyo en todas sus decisiones aunque sean duras. Ahora ya podemos comer tranquilas».
5.273 detenciones por incidentes relacionados con la violencia machista han efectuado la Policía Nacional y la Guardia Civil, entre el 14 de marzo y el 28 de abril, según datos del Ministerio del Interior.
42.122 acciones para proteger a las víctimas sobre el terreno han sido realizadas por las fuerzas de seguridad del Estado durante el confinamiento. Además, se han efectuado 28.938 contra-vigilancias a agresores.
1.052 mujeres han sido asesinadas por sus parejas o exparejas desde 2003, sin contar un caso en investigación. Tres de ellas durante estas semanas de estado de alarma.
12% aumentaron las llamadas al 016 en las primeras dos semanas de pandemia, cuando atendió unos 3.000 casos, según las últimas cifras del Ministerio de Igualdad. Por su parte, la policía sostuvo 117.528 contactos telefónicos con mujeres en situación de riesgo en los 44 primeros días de confinamiento.
Perdió su trabajo en un bar nada más empezar el estado de alarma. A los 26 años, le tocó encerrarse con su pareja y su hija de tres. Su relación resistía una violencia de género que basculaba entre lo psicológico y lo físico desde hacía un lustro. Con el confinamiento se agudizó el maltrato aunque «los primeros días no pasó nada». De golpearla cada dos o tres meses pasó a agredirla dos veces en tres semanas. Hasta entonces ella había justificado esa conducta en el exceso de alcohol de una noche puntual o en un arrebato de malhumor, y «no estaba segura ni de querer dejarlo ni de ser una víctima», explica la persona que le sirvió de apoyo para romper el círculo de la violencia.
En ese piso de un barrio de moda de una capital española, el hombre comenzó a quejarse del llanto de la niña, y estaba «cada vez de peor humor». Él cambió de carácter y de maneras. Ella asumió una actitud de sometimiento. «Creía que tratarlo como a un rey le iba a tranquilizar». Una tarde, después de una discusión porque «no había limpiado bien», le dio varios empujones, le tiró del cabello, la sujetó de los brazos, le gritó. La parálisis del miedo se extendió y la tensión se incrementó.
Llegó la mañana del último día. Él se levantó tarde y de malhumor porque la niña hacía ruido al jugar. Pegó a la madre, le recriminó. Ella cargó a su bebé y huyó a la cocina. Él las siguió, increpándolas. «Cuando él se fue a duchar, ella me envió su geolocalización», dice su persona de apoyo, quien ya le había advertido que la situación alcanzaba niveles de máximo peligro. «Y cuando él salió con la excusa de hacer compras, le envié un taxi que la llevó a casa de un familiar que vive en un pueblo». Antes de irse, ella le dejó una nota, pero no le ha denunciado.
Víctima de 16 años | Testigo a la fuerza
Víctima de 26 años | Huyó en taxi
Víctima de 39 años | Maltrato económico
Víctima de 40 años | Juicio rápido
La violencia de género había comenzado hace mucho, con un bofetón recién casados hace veinte años, pero en el encierro de esta pandemia se agudizó. Sin evasión y sin ningún momento de respiro, ella tomó una decisión que quizás en otras circunstancias habría evitado. Buscó ayuda, llamó a la Guardia Civil, puso una denuncia por malos tratos y testificó en un juicio rápido que se celebró el sábado pasado. «Él no era violento», relata la víctima. «Empezó poco a poco. Primero gritos, después empujones. Llegaron los bofetones. Sucedía cada tres o cuatro meses. No lo hacía a menudo y decía que no volvería a pasar, pero cuando pasaba era cada vez más fuerte, más duro. Hace unos años me dejó la cara morada».
En esta espiral de violencia y reconciliación, llegó la pandemia. Ella y él y las dos hijas en un piso pequeño de una ciudad mediana. «Desde hace un año era muy controlador, pero la violencia empeoró con la cuarentena», sostiene la víctima. «En marzo, me amenazaba día tras día. Antes, como no estaba siempre en casa, mis hijas vivían tranquilas». El hombre la acusaba de serle infiel de forma virtual y de tener perfiles falsos en redes sociales. Celoso, controlaba su teléfono. «Me decía que me levantaba en la noche a hablar con novios. Estaba muy obsesionado». Se sucedieron las amenazas. «Te voy a matar, te voy a sacar los dientes», profirió él. Los gritos se acompañaron de empujones. Rompió su teléfono móvil, y varios días después le compró otro. «Llegué al punto de decir que no podía más. Mi hija temblaba cuando su padre gritaba», confiesa. «¡No soportaba más!».
El lunes de la quinta semana de confinamiento, el hombre, empleado en un sector esencial con largas estancias fuera, salió a trabajar. No volvería hasta el viernes pero por teléfono prometió «romper todo» lo que hubiera en casa. Asesorada por otras supervivientes, ella acudió a la Guardia Civil horas antes de su llegada y le denunció por amenazas. Cuando el hombre regresó, los agentes le detuvieron. El juicio rápido se celebró el sábado. Al hombre se le prohibió acercarse a menos de 300 metros de ella, que ha comenzado los trámites de divorcio. «Es muy difícil dar el paso», afirma por teléfono desde su casa. «Yo no sabía qué debía hacer. Siempre lo perdonaba pero él no va a cambiar nunca».
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