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A. González Egaña
Jueves, 23 de enero 2025, 09:36
Caminar por la calle 31 de Agosto de la Parte Vieja de San Sebastián se convierte en un pasaje «al túnel del tiempo, al pasado, al horror y a la tragedia» para Ana Iríbar y su hijo Javier Ordóñez, 30 años después del asesinato del ... teniente de alcalde del PP en el Ayuntamiento donostiarra. Viuda e hijo, juntos, muy de mañana, acompañan a este periódico en un paseo desde la plaza Zuloaga hasta el número 7 de la calle donde se halla el restaurante La Cepa. En una de sus mesas comía Gregorio Ordóñez con dos compañeros del grupo municipal, María San Gil y Kote Villar, y la ciudadana Itziar Urtasun, hasta que un terrorista de ETA lo asesinó, como se relata en el documental 'Gregorio Ordóñez, el asesinato que despertó la rebelión contra ETA', producido por El Diario Vasco y que podrá verse en la web de EL CORREO partir de las 12.30 horas. Le disparó un tiro en la nuca y murió al instante. Goyo tenía 36 años y era ya un político irrepetible. Ninguno de los tres etarras condenados por este asesinato, Valentín Lasarte, Xabier García Gaztelu 'Txapote', o Juan Ramón Karasatorre, ha confesado quién fue el autor material del crimen, la persona que huyó aquella tarde por la misma calle 31 de Agosto, 'escondido' bajo la capucha de un chubasquero rojo. Así vestía Lasarte cuando minutos antes vigilaba la llegada del político al restaurante. Luego se lo prestó al terrorista que apretó el gatillo.
Ha llovido tímidamente y el suelo está mojado como aquel 23 de enero de 1995. La calle está vacía y enseguida se aprecia en la acera la placa que recuerda el lugar del atentado, inaugurada hace justo cinco años. Ana y Javier se detienen, entrelazan sus brazos y comparten recuerdos del homenaje. «Fue un momento muy emocionante, no lo olvidaré nunca. Ese día hicimos desde el Ayuntamiento el último recorrido que hizo Goyo antes de sentarse aquí a comer. Fue de las cosas más emocionantes que hemos hecho en San Sebastián», describe mientras mira a Javier a los ojos y le explica que la calle se llenó de vecinos de San Sebastián, de «buenos» amigos, de compañeros del partido de «tu padre» y de otras formaciones. «Había gente asomada en los balcones y nos abrazamos Consuelo (Ordóñez) y yo. Imposible contener las lágrimas al sonido del txistu y el tamboril. La gente no paraba de aplaudir. Ese recuerdo a Goyo era como recuperarle y despedirte de él de una manera tranquila, serena», se emociona.
A esa calle, que escoltan las dos iglesias más antiguas de la ciudad, San Vicente y la basílica de Santa María, no han podido llegar juntos madre e hijo durante mucho tiempo. Es un recorrido que duele. Javier solo tenía 14 meses y no tiene recuerdos de aquel tiempo. Ana confiesa que rodea la calle 31 de Agosto cuando camina por la zona. Al final de esa emblemática arteria de la Parte Vieja, madre e hijo llegan al hotel Atari y en uno de sus salones conversan cara a cara para este periódico.
-¿Qué supone dirigir sus pasos hacia esta calle? ¿Cómo se sienten?
-Ana Iríbar: No me gusta pasar por aquí, de hecho no lo hago. Yo no voy a La Cepa, no voy a esta zona de la Parte Vieja. No me gusta recordar su muerte, me gusta recordar al Gregorio vivo, divertido y apasionado que conocí. Yo llego hasta Santa María por un lado, hasta San Vicente por el otro, pero para mí este bar tiene un significado trágico. Es como el túnel del tiempo al pasado, al horror, a la tragedia, porque además es un momento que todos sabíamos que iba a suceder. No sabíamos cómo ni cuándo. Y sucedió aquí, en la calle 31 de Agosto. Es volver al dolor y al sentimiento de que me han arrancado, me han desgarrado algo que llevaba muy dentro. Esa fue la sensación que tuve cuando estaba en casa con Javier en brazos y escuché en la radio: 'Atentado en el bar La Cepa de San Sebastián'. Y supe que había sido Goyo.
-Javier Ordóñez: Yo no tenía esa relación tan personal porque sólo tenía 14 meses. Pero un paseo que parece algo tan trivial, para mí es un lugar que me ha cambiado la vida totalmente, porque me arrebató la vida de mi padre. Es un lugar al que no acostumbro a venir. No tengo mucho interés en pasar por aquí porque lo único que significa para mí es lo que me han quitado. No significa nada más.
-El día del atentado Gregorio acababa de salir del Ayuntamiento y fue a comer a La Cepa. ¿Iba tranquilo por la Parte Vieja?-A. I.: Además hizo el mismo recorrido que hacía muy habitualmente, sacó dinero de una Kutxa en la calle Mayor, lo sé porque cuando vi los resguardos del banco dije: 'Pero es que este tío hacía lo mismo todos los días, sacaba dinero de ahí, hacía el mismo recorrido, venían aquí a comerse el bocadillo...'. Aunque él sabía algo. Cuando salía de casa veía una sombra que le seguía desde hacía unos meses ya. Pero seguía haciendo exactamente lo mismo, no se movió ni un milímetro, sabiendo lo que iba a pasar tomó una decisión: 'A mí no me mueve nadie de lo que hago, de lo que pienso y de lo que digo'.
-Siempre ha recordado con claridad que estaban en casa y que cuando supo la noticia tenía en brazos a su hijo. ¿Cómo se vive algo así?
-A. I.: En ese momento tuve que apartar a mi hijo de mi cuerpo, fue algo absolutamente físico, porque no sabía si me iba a desmayar, si se iba a derrumbar el mundo, si la tierra iba a dejar de girar. Fue tal el horror que había dentro de mí, y además tú (mira a su hijo a los ojos) tenías esta misma mirada desde bebé. Mi madre decía: 'Este hijo ve lo que estoy pensando...'. Yo no quería que viera todo el horror, el sufrimiento y la desesperación que había dentro de mí porque ETA había matado a mi marido, aquello había sucedido de verdad. Me costó mucho mirar en los ojos a mi hijo, sobre todo porque a un bebé solo le puedes educar en el amor. Estuve en tratamiento seis o siete años, tomando ansiolíticos, antidepresivos y alguna pastilla más que ni recuerdo lo que era. Era un buen chute diario para poderme poner en pie. Porque cuando asesinan a tu padre es verdad que la ciudad se conmueve, es una conmoción. Ese es el titular de El Diario Vasco ese día. Se hace cola en los jardines de Alderdi Eder para entrar a despedir a tu padre.
-Esos momentos siguen en la memoria de muchas personas...
-A. I.: Recuerdo que cuando vamos en coche hacia el cementerio, hay un montón de gente en la avenida, parada, aplaudiendo. Ese silencio de San Sebastián, ese día gris, esa lluvia... En la Sagrada Familia había gente en la calle, no se podía entrar. Pero cuando a los días empiezo a reaccionar... Tengo un bebé, este niño me dice que hay que comer, que hay que jugar, salir al parque... Cuando salgo la primera vez a la calle ni una de aquellas señoras del parque que nos veíamos todos los días, ni mis vecinos, ni en las tiendas, nadie me dice nada. Es más, recuerdo que entraba en las tiendas y se hacía un silencio... Pensaba: '¿Qué es esto?'. Bajaba en el ascensor con un vecino y nada. Y me venía a la cabeza: '¿Cómo lo habrán pasado las viudas de los guardias civiles y policías nacionales, todas estas mujeres, esas madres y esas hermanas?' Pasaban los meses y decía: '¿Cómo se aprende a vivir aquí después de un atentado, después de que han profanado la tumba de mi marido también...? Dije: 'Tengo que hablar con alguien que ha pasado por lo mismo'. Y llamé a Barbara Dührkop.
-¿Cómo fue el encuentro con la viuda del socialista Enrique Casas?
-A. I.: Me recibió en su casa y me fascinó aquella mujer. Me abrió la puerta y me dijo: 'A esta puerta llamaron los asesinos. Abrió Enrique, dispararon contra él, aquí quedó tendido, quedó un charco de sangre en el pasillo. Nuestro hijo estaba en esa habitación. Yo decía: 'Madre mía y siguen viviendo aquí...'. Me explicó los problemas que tenían sus hijos en clase, en el autobús... Barbara me dijo que todas las víctimas llevamos una mochila invisible en la espalda que no se nos ve. Es una mochila que voy a llevar toda mi vida. Unas veces va a pesar más, otras menos. Pero esa mochila va a estar ahí siempre. Y tenemos que aprender a vivir con ella.
-¿Fue entonces cuando tomó la decisión de marcharse?
-A. I.: Cuando escuché el runrún de lo que pasaba además con los niños, pensé: 'Yo me voy de aquí'. Yo saco a este niño de aquí. No quiero que Javier crezca huérfano de padre, marcado en esta ciudad por ser el hijo de Ordóñez, ni para bien ni para mal. Yo quiero que este chico tenga una oportunidad de crecer con otros compañeros siendo uno más, con la libertad de hablar, de sentir, de pensar y de discutir. Y nos fuimos a Madrid. Siempre estaré muy agradecida al PP, a Jaime Mayor, a José María Aznar, porque gracias a ellos pude tener un trabajo en Madrid, que fue adonde me fui al año.
-Se fueron por Javier, ¿pero ha sido él quien le ha ayudado a reconciliarse con la ciudad?
-A. I.: Así ha sido. No hemos dejado de venir a San Sebastián. A la playa no, porque no hemos sido mucho de playa. Pero, en Navidad, visitamos el belén de la Plaza Gipuzkoa. Seguimos haciéndolo. La tamborrada, no, porque es una fecha que ya no está en nuestro calendario. Yo me reconcilio, gracias a Javier, con la ciudad...
-¿Cómo se aprende a querer a un padre del que no se tiene recuerdos?
-J. O.: Es algo natural, que se siente. No se puede enseñar a querer.
-A. I.: Goyo no ha dejado de ser una presencia en nuestras vidas. La habitación de Javier estaba empapelada de fotos de Goyo. Íbamos al pueblo y la casa de mi suegra era un altar. Goyo sigue presente y eso se lo he contagiado de manera natural como él dice. No echo sólo de menos a mi marido, también al padre de mi hijo.
-¿Esto se llega a superar?
-A. I.: Se convive. No se supera nada. Se vive con ello. A veces mejor, a veces peor. Llega el momento del juicio, por ejemplo, y eso alivia el peso en la mochila. Había otro atentado, echabas más piedras en la mochila. Oías hablar de negociación con ETA, más piedras en la mochila. Ves a Otegi todavía como un personaje público, un hombre de paz..., más piedras en la mochila. Me habría gustado que la evolución hubiera sido diferente. Y no, no se supera nunca. Es así. Y así hay que asumirlo. Con los años se encuentra cierta tranquilidad emocional, un poco de serenidad.
-¿Hablaba con Gregorio en casa sobre el terrorismo?
-A. I.: Sí. Hablábamos bastante de todo. Y con el tema del terrorismo lo teníamos muy claro los dos. Goyo era de los que si había una concentración como las que organizaba Cristina Cuesta, una mujer muy valiente, en San Sebastián, él estaba allí. Decía: 'Yo voy donde me convoque la sociedad'. Quería estimularnos, que rompiéramos ese silencio y ese miedo. Nos interpelaba. Y él era uno más. Goyo antes que político era ciudadano. Por eso era así de auténtico.
-Goyo sabía que algo podía pasar, pero ¿le dijo si tenía miedo?
-A. I: Sabía que le iba a pasar algo, pero no lo hablábamos. En los últimos meses Goyo estaba muy nervioso. Estaba tremendamente preocupado. Era un hombre serio de repente. Pero él no me contaba cuál era la verdadera razón de su preocupación. A mí Goyo no me contaba que salía de casa todos los días a la misma hora para hacer el mismo recorrido y que tenía una sombra. Que él se asomaba por la puerta de la ventana del Ayuntamiento para bajar a comerse un bocadillo y veía al individuo… Él eso no me lo contaba. No me contaba que llegaba muchos lunes al Ayuntamiento, abría su casillero y alguien había dejado una bala. Esa preocupación que evidenciaba lo que iba a suceder, conmigo no la compartía. Y yo viendo los tiempos y viéndole a él y ya siendo madre, le decía a Goyo: 'Son 12 años, lo has dado todo, igual es el momento ya de dejarlo'. Pero Goyo acariciaba la Alcaldía de San Sebastián y quería un poco más, creía que podía alcanzar esa meta.
-¿Saben quién era esa sombra?
-A. I.: Supongo que sería Valentín Lasarte. Probablemente quien le vio, quien le siguió ese día, quien lo encontró en el bar La Cepa, quien llamó por teléfono a los dos compañeros de comando, Francisco Javier García Gaztelu y Karasatorre, para decirles que Goyo estaba ahí ese día. Que era el momento. Era un lunes, llovía, eran las 3 de la tarde, no había apenas gente en la calle 31 de Agosto, no había apenas gente en La Cepa.
-De pequeño, Javier le preguntó por ese día, quería saber cómo murió su padre. ¿Cómo se le dijo?
-A. I: Me acuerdo que la arropaba todas las noches y le decía, 'Papá está en el cielo'. Yo lo que no quería es que no se sintiese abandonado. Bueno, ni yo (Ana se emociona y le cuesta seguir). Lo que quería es sentir que Goyo seguía ahí. De hecho, seguía y sigue aquí. Pero yo necesitaba trasladarle a mi hijo que alguien cuidaba de nosotros. Le decía, bueno, papá no está aquí, no le vemos, pero está en el cielo, él cuida de nosotros, él nos ve, nos quiere. Hasta que un día ese 'cuento' a Javier no le sirvió. Era muy pequeño. ¿Te acuerdas?
-J. O.: Tendría cuatro o cinco años.
-A. I.: Desayunando antes de ir al cole. Yo estaba de espaldas y dice: '¿Cómo muere mi padre?' Pensé: 'Ha llegado el momento de contarle la verdad'. Le dije: 'Tu padre estaba almorzando en un bar en San Sebastián y un terrorista le disparó por la espalda, un disparo cobarde por la espalda'. La siguiente pregunta fue: '¿Quién ha matado a mi padre'. Y yo todavía no lo sabía. '¿Y dónde está el que ha matado a mi padre?'. Lo normal en un niño. Yo pienso que casi todos los días, en los cerca de mil huérfanos que ha dejado ETA y pienso que muchos no saben quién mató a su padre ni dónde está el asesino de su padre. No han tenido un juicio. Nosotros somos afortunados en ese sentido porque pasaron 19 años hasta que llegó el tercer juicio. Pero yo experimenté que para acabar con el duelo, para tener la serenidad de contar las cosas como las estamos contando ahora, tiene que haber un juicio. Sin eso, no hay descanso para una víctima de ETA.
-J. O.: Creo que esas preguntas fueron algo instintivo, una curiosidad que tenía, sin complejos, sin prejuicios, algo que preguntas porque tu propia naturaleza te lo está exigiendo en ese momento. Luego ya con el tiempo, de mayor, vas indagando en los detalles, a un nivel un poco más jurídico.
-¿Cómo le ha contado su madre quién era Gregorio?
-J. O: Me ha contado que era una persona totalmente entregada a su ciudad, devota de sus ciudadanos, que le encantaba vivir, una persona única, que le gustaba tratar las cosas personalmente, que estaba siempre dispuesto, entregado, muy voluntarioso y quería hacer evolucionar esta ciudad, quería darlo todo por esta ciudad, pero a la vez conservar unas tradiciones que le habían inculcado de pequeño, respetando ciertos valores que para él eran muy importantes. La imagen que tengo es de una persona muy valiente, con unos ideales extremadamente firmes, que iba a seguir adelante con sus ideas y que lo iba a dar todo siempre.
-A. I.: Y lo dio todo. No puede estar mejor explicado. No le conoció, pero Goyo era esto.
-¿Habla con sus amigos hoy de lo que le ocurrió a su padre?
-J. O.: Si me preguntan algo, quien sea, no tengo ningún reparo en contarlo todo. A la gente le da cierto respeto cuando les digo: 'A mi padre lo han asesinado', asumen que no quieres hablar del tema. Pero yo siempre les explico: 'No pasa nada, tú pregúntame, quiero que lo sepas'. No quiero que se quede ahí en un cajón y hagamos como que no ha pasado nada. Porque sí que ha pasado algo. Siempre les cuento la historia con todos los detalles que yo conozco. Soy muy abierto en ese sentido.
-¿Qué sienten al escuchar que 'ya hay que pasar página'?
-A. I.: Lo más cómodo es pasar página pero es lo menos saludable que se puede hacer, aparte de que no es justo.
-J. O.: Es lo fácil. Nosotros no vamos a decirle a nadie lo que tiene que hacer. Si no quieren que no hablen, que es lo que han venido haciendo muchos años. Nosotros esforzarnos en que se conozca la historia tal y como sucedió. Aquí nadie debería imponer nada a nadie. La memoria es fundamental.
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