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Echar un mal de ojo a alguien puede suponer un verdadero drama para el receptor. Para millones de personas, la brujería es todavía una cuestión de vital importancia, aunque vivamos en pleno siglo XXI. Tanto que marca sus vidas en todos los ámbitos sociales, culturales ... y económicos.
En muchos países africanos, los albinos son perseguidos por la creencia de que su sangre les sanará; se usan partes de animales para pociones supuestamente curativas; en México, numerosos políticos acudieron a chamanes y santeros para tener apoyos del más allá de cara a los comicios; el dictador haitiano Françoise Duvalier era sacerdote vudú y el venezolano Nicolás Maduro fue acusado de gastarse miles de dólares en ritos de santería. Fidel Castro tampoco renegaba de estas prácticas para conocer si lo que estaba haciendo era lo correcto (¿quién se atrevería a decir lo contrario?) o qué camino tomar.
La importancia de la magia negra es palpable y Boris Gershman, profesor asociado de la Facultad de Económicas de la American University de Washington, ha intentado cuantificarla a través de un estudio realizado entre 2008 y 2017 y que acaba de publicar en 'PLOS One'. Durante este tiempo, ha realizado encuestas a más de 140.000 personas de 95 países y territorios de todo el mundo, salvo en los dos Estados más poblados del mundo (China e India). Un déficit que provoca, según reconoce el autor, que no se tenga toda la información del sudeste asiático.
El estudio constata que las creencias en la hechicería se dan en lugares con «escasa innovación» y unas instituciones «débiles» y difiere notablemente por países y zonas geográficas, aunque hay excepciones. Por ejemplo, pasa del 9% en Suecia o el 13% en Alemania al 90% en Túnez. También se hallaron altísimos datos en Marruecos, Camerún, Tanzania. La sorpresa occidental es Rusia.
En el país más grande, más de la mitad de sus habitantes creen en la brujería o sospechan de que hay algo del más allá detrás de sus desventuras. Gershman lo achaca a la debilidad del sistema social ruso, que carece de una respuesta para solventar los problemas de la sociedad.
El estudio recalca la necesidad de sopesar las consecuencias de la brujería. «Un ejemplo de este intento son las diversas leyes aplicadas por las administraciones coloniales y actuales en los países en desarrollo con el objetivo o de evitar las acusaciones por perseguir la brujería», señala el autor. Se consigue mandar el mensaje contrario, el que se está protegiendo esas acciones.
La educación, la modernización y la promoción de una visión científica pueden ser herramientas para su erradicación, pero el autor las considera estrategias «superficiales» ya que las creencias son transversales, la modernidad puede «avivar» la brujería por atacar la tradición y la ciencia pasa por alto que la hechicería «proporciona una explicación última de la desgracia».
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