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Ana del Castillo
Martes, 26 de noviembre 2024, 10:03
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«Por favor, no pongas la dirección de nuestra casa, tenemos miedo de que aparezcan por aquí». Begoña y su padre Antonio Moncayo, el hombre esclavizado durante 17 largos años por una organización criminal dedicada a la trata de personas, intentan rehacer su vida en Reinosa casi dos décadas después de que ella colgara el cartel de 'Se busca' en SOS Desaparecidos. Lo hacen como buenamente pueden, porque aún tienen miedo de que los captores de Antonio, una familia de feriantes de etnia gitana que le dio un trato infrahumano en Caparroso (Navarra), tomen represalias y aparezcan por la puerta de su hogar.
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Daniel de Lucas
Aún hay muchas incógnitas sin resolver sobre este larguísimo capítulo de terror que le ha tocado vivir a la familia Moncayo. ¿Por qué Antonio no se puso en contacto con ellos en todo este tiempo? ¿Por qué no pidió ayuda a las autoridades y salió de esa casa? A pesar de que no es fácil volver a la vida real después de haber estado en las capas más profundas de la tierra, la víctima ha tratado de responder a todas las preguntas formuladas por este periódico.
-¿Por qué no escapó de ese calvario?
-¿A dónde me iba a ir si no conocía a nadie ni tenía nada? Ellos me encontraron durmiendo entre cartones en la calle después de tres días sin comer. Me llevaron a comer unos pinchos y después a su casa.
Antonio desprende esa fragilidad que tienen los animales rescatados después de años y años de maltrato. Sigue con la cabeza gacha, los hombros encogidos y pide permiso para todo. «Se levanta pronto y sin hacer ruido para no despertarnos se pone a recoger la casa. Me pregunta si puede hacerse un café o ducharse. Es muy duro. Intento estar bien, pero hay ratos en los que pienso todo lo que ha pasado y me derrumbo. Me duele mucho. Ver en las fotos ese colchón, esa cama donde le tenían. Vivían mejor los perros en una caseta que él», cuenta Begoña entre lágrimas.
La familia de feriantes encontró a Antonio Moncayo (Sevilla, 1955) en su momento más vulnerable. Acababa de divorciarse de la única mujer con la que ha estado (la madre de Begoña), había perdido su puesto de trabajo en una fábrica de Bilbao y, además, fue testigo del fallecimiento de un buen amigo. «Me fui con un conocido a Navarra porque nos dijeron que allí podríamos encontrar un empleo en una obra, pero fue aún peor». Había tocado fondo y lo había perdido todo. Entonces un día, en un parque durmiendo entre cartones, alguien le tocó el brazo y le invitó a comer.
Durante la primera semana con sus captores la convivencia era buena, «me trataban bien», pero pronto las cosas cambiaron. Le obligaban a llevar el mantenimiento de las atracciones infantiles, sin percibir ninguna remuneración a cambio, y también el peso de las labores del hogar. Tenía la orden de levantarse antes que el resto, sobre las seis y media de la mañana, para encender el fuego, poner lavadoras, doblar ropa y realizar tareas de limpieza. Cuando estaban de feria, dormía en una cabeza de remolque en unas condiciones pésimas, tenía que ducharse en la vía pública con una manguera del camión y realizaba sus necesidades en un lugar apartado de la calle. Su alimentación, restringida por los ahora detenidos, se basaba únicamente en bocadillos y latas de conservas de mejillones o sepia en tinta y el dinero de las ayudas sociales que tenía adjudicadas -como la prestación por desempleo- se lo quedaba la familia de feriantes.
Antonio no sabía que su hija Begoña lo estaba buscando y desconocía que había un cartel de SOS Desaparecidos con su nombre, apellidos y descripción física. Él tampoco se puso en contacto con su familia. En primer lugar porque no le dejaban tener teléfono móvil y de haberlo tenido tampoco hubiese servido de mucho porque no disponía de contactos de sus allegados. Y porque «no he pensado en nada», dice apenado. «Me dedicaba a hacer lo que me decían y no iba más allá, pero tenía una cajón lleno de fotos de mi familia», prosigue agarrándose una mano a otra, intentando esconder las grietas de su piel.
Los detenidos eran de Portugal, donde tenían una casa a la que acudían de vacaciones. Allí, el trato aún era peor. Como no le querían meter en la vivienda con ellos, le obligaban a dormir en lo que él llama «cocherón», una especie de garaje frío y lleno de madera. «A veces tosía porque había bichitos, humedad y mucho polvo. Lo notaba al respirar. No tenía ventanas, tenía que dejar la puerta abierta para ver la luz y levantarme pronto para ponerles el fuego».
Antonio Moncayo
Víctima
Cuenta que sus captores le daban «una de cal y otra de arena» para retenerlo y que no quisiera huir. «Me hicieron creer que me habían abierto una cuenta bancaria donde iban metiendo dinero por si algún día quería marchar», relata. Pero era todo lo contrario. La familia se estaba quedando con el dinero de su pensión. Según la investigación de la Guardia Civil, apodada como operación 'Lucendi', los arrestados se habrían beneficiado de más de 100.000 euros de las ayudas de Antonio y en los registros a la casa de Caparroso donde Antonio estuvo viviendo en «condiciones infrahumanas» se encontraron 120.000 euros en efectivo, su cartilla bancaria, así como resguardos de solicitud de distintas prestaciones a su nombre. «Cholo se portaba muy bien conmigo. No me daban dinero para comprarme ropa, me daban ropa usada, pero alguna vez en Navidad me compraban un jersey y un pantalón», dice Moncayo intentando justificar el maltrato recibido durante años. Una actitud propia de alguien con «síndrome de Estocolmo», apunta su hija.
Precisamente está sometiéndose a pruebas. Lleva ocho meses conviviendo con su hija en Reinosa, desde que le rescató del infierno de Caparroso, y en este tiempo ha cogido peso, se encuentra «más sano y joven», pero también le han pasado factura los años de calvario. «Le dio un ictus al poco de llegar y cuando fuimos al hospital la médico se quedó sorprendida porque no había historial a su nombre. Nunca le habían llevado a una revisión. Así que le hicieron analíticas, pruebas de pulmón, de corazón... Nos dijeron que le había dado un microinfarto, que no se enteró, pero ahí está», explica Begoña, que gracias a que trabaja como sociosanitaria en la Fundación Residencia San Francisco pudo detectar rápidamente que su padre estaba sufriendo un accidente cerebrovascular.
Padre e hija rememoran el abrazo que se dieron después de 20 años sin verse. «Me apretó muy fuerte, casi me deja sin respiración», dice Begoña sonriendo por primera vez en toda la entrevista con este periódico. Contar cómo fue aquel encuentro es la única luz del oscuro relato.
La Guardia Civil se puso en contacto con ella el pasado marzo para comunicarle que había localizado a su padre, que había una cuenta bancaria a su nombre, y ella, sin pensárselo dos veces, se plantó ante la puerta de la familia de feriantes en Caparroso. «Justo ese día, como sabían que venía mi hija a verme, me llevaron a tomar un café para disimular. Cuando la vi la reconocí al instante, creí que se me iba a salir el corazón», dice Antonio.
Allí estaba ella, con su larga trenza roja y los brazos en alto parando la furgoneta en la que viajaba su padre. «Salí corriendo hacia el vehículo, me puse a llorar, a tocarle la cara, las manos... Y entonces él me dijo que sabía que le iba a encontrar».
Ahora están centrados en seguir las recomendaciones del médico y en recuperar el tiempo que les han robado. Dejar de fumar, parece que Antonio ya lo ha conseguido -«llevaba desde los 10 años con el cigarrillo en la boca», apunta-, salir a pasear media hora al día, tomar las pastillas que le han recetado tras el ictus, cocinar juntos, jugar con los nietos... En definitiva, vivir. Sentirse libre, «sin que le insulten y le digan que no vale para nada», dice Begoña, que vuelve a acariciarle la cara.
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Sara I. Belled, Melchor Sáiz-Pardo y Mateo Balín
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