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Rosa Palo
Periodista y columnista
Jueves, 26 de diciembre 2024
La abuela nunca había tenido perro, ni gato, ni ningún otro bicho que no pudiera comerse. Con el hambre que había pasado en la posguerra no entendía que alguien cuidara a un animal que no fuera susceptible de acabar frito con tomate y pimientos. Por eso, cuando su yerno apareció una tarde con un perrillo rabilargo que se había encontrado en la calle volviendo del trabajo, torció el gesto y maldijo por lo bajo. Al ver aquella pequeña bola de pelo negro, los chiquillos enloquecieron. Lo abrazaron, lo achucharon, le echaron leche y pan en un cacharro viejo y, mientras le veían comer, discutían acerca de cómo le iban a llamar: Rocky, Chispa, Negrito. Por entonces, a los perros todavía se les ponía nombre de perro, y no de oficinista. El cachorro continuó comiendo hasta que, al levantar la cabeza del plato, vio las sábanas tendidas, movidas por el viento. Como un rayo, se lanzó a por ellas, las enganchó con unos colmillos diminutos y las tiró al suelo, donde acabaron sucias y agujereadas.
«¡Mira qué cisco ha montado el puñetero perro!», soltó la abuela en voz muy alta para que la oyeran su hija y su yerno. Y con Cisco se quedó. Para no decepcionar, el perro hizo honor a su nombre: destrozó los parterres de margaritas, volcó las macetas, mordisqueó las patas de la mesa del jardín hasta dejarlas hechas astillas y agujereó más sábanas. La abuela también demostró ser digna de su fama de testaruda: cada mañana, en cuanto se quedaba sola, le abría a Cisco la puerta del jardín con la esperanza de que no regresara jamás, pero siempre volvía. Y así pasaron catorce años en los que Cisco se acostumbró a salir y a entrar como perro por su casa. Una tarde, Cisco no apareció. Al principio no se extrañaron porque era la época de celo de las perras, esa en la que se largaba una semana para volver destrozado como un tipo que lo hubiera perdido todo en el casino; después, lo buscaron por el barrio y los alrededores, hasta que, al cabo de un par de meses, acabaron por resignarse a la evidencia. La abuela, por su parte, siguió mirando por la ventana.
Esther Baeza Navarro (Cartagena, 1969) es diseñadora gráfica, dirigió durante 13 años el FICC, Festival Internacional de Cine de Cartagena. En 2011 se incorporó como columnista a La Verdad bajo el nombre de Rosa Palo, y desde 2019 colabora en los regionales de Vocento publicando columnas de opinión en A la última, entrevistas en Vermú de domingo, críticas de series y reportajes de viajes de verano.
Narración Raquel Peláez
Diseño sonoro y mezcla Iñigo Martín Ciordia, Carlos G. Fernández y Luigi Gómez
Ilustración Manuel Romero
Coordinación José Ángel Esteban
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