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Gaza

La ciudad entera olía a eso. Tras la última noche de bombardeos, aquella inmensa desolación de ruinas había amanecido cubierta por una neblina plana, gris y pestilente

Jonás Sainz

Periodista

Martes, 17 de diciembre 2024, 17:20

La ciudad entera olía a eso. Tras la última noche de bombardeos, aquella inmensa desolación de ruinas había amanecido cubierta por una neblina plana, gris y pestilente. Era una presencia invisible pero extrañamente física, pegajosa como la náusea. Las máscaras de los soldados resultaban inútiles. Uno dijo que los muertos bajo los escombros se vengaban. Otro, bajándose los pantalones, lo llamó cisco.

— Nosotros los matamos y ellos se nos ciscan encima. Nunca dejarán de joder —se burló mientras vaciaba el vientre entre una camilla tirada y una muñeca rota.

— Es lo último que harán esos malnacidos —escupió el teniente—. Su ciudad por fin es nuestra.

En realidad no quedaba piedra sobre piedra en aquel informe territorio de cenizas humeantes. Aquí y allá, entre montañas de destrozos, el viento levantaba remolinos de polvo que se mezclaba con emanaciones sulfurosas como ventosidades de fantasmas caídos. Edificios que alguna vez fueron viviendas, hospitales, escuelas y mercados; derrumbes que ahora solo eran cascotes, trizas, morralla y brasas mal apagadas. Cada casa, una tumba. Cada barrio, un cementerio. Un infierno, la ciudad toda. Dos millones de almas pudriéndose bajo tierra quemada. Un brasero maldito exhalando su tufo irrespirable.

Cuestión de días, pensaron los generales. Las autoridades ocupantes ordenaron entonces roturar las tierras conquistadas, triturar todo aquello, desmenuzar, moler, tamizar, convertir semejante hez en finísima arena que el olvido barriese de la historia. Y a punto estuvo. Salvo por aquel maldito olor que no terminaba de irse. La tierra, como una mala conciencia, seguía requemándose en el subsuelo y quejándose a través de fumarolas que aparecían y desaparecían. El cisco seguía contaminando el aire.

Volvieron a bombardear, pero fue peor. Enviaron a los bomberos y los pozos se secaron. Los políticos culpaban a los ingenieros, los científicos a los sacerdotes y estos al demonio. Al final recurrieron a los colonos convenciéndolos de que era una tierra fértil abonada por un gran sacrificio. Ansiosos por establecerse y prosperar, resistirían incluso el hedor. Y vaya si lo hicieron. Pronto se convirtieron en prósperos y orgullosos pobladores, hediondísimos propietarios que no tardaron en expandir su hediondez por todo el país y mucho más allá de sus fronteras. Esa fue su victoria.

Y entonces ocurrió que cuando el mundo entero olía ya a la misma mierda, se olvidó el significado de la palabra vergüenza. Bajo sus pies todo era cisco.

Jonás Sainz

Jonás Sainz (Agoncillo, La Rioja, 1967) es periodista con más de treinta años de carrera en Diario LA RIOJA, la mayor parte en la sección de Cultura y sus suplementos. Ha sido crítico de teatro durante ocho años y en los últimos tres firma semanalmente el artículo de opinión 'Cuatro letras'. Comprometido personal y profesionalmente en impulsar la actividad cultural, ha hecho de la escritura en prensa parte activa de esta tarea. Además, ha publicado artículos en revistas culturales, poemas sueltos en antologías y relatos.

Créditos

  • Narración Luigi Gómez

  • Diseño sonoro y mezcla Iñigo Martín Ciordia, Carlos G. Fernández y Luigi Gómez

  • Ilustración Manuel Romero

  • Coordinación José Ángel Esteban

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