Ex

Hola, Gabriel:

Esta es la última vez que te escribo. Me cuesta elegir las palabras por lo que pueda implicar a partir de ahora lo que nos digamos, así que seré directa. Sabes bien por qué estamos en esta situación, y si no lo sabes es que eres tonto, un necio. ¿Acaso creías que no me iba a enterar, que no me daba cuenta de tu escurridiza manera de contestar estas últimas semanas? ¿Pensabas que tu forma de mirarme por encima de las gafas en vez de a los ojos te salvaría de la vergüenza de mentir?

Han sido muchos años juntos viéndote leer; viéndote sonreír cuando me enseñabas tus borradores y yo te daba un buen 'feedback'; viéndote sostener la pluma cuando estabas a punto de escribir, ¿sabes que le das varias vueltas entre los dedos, como si hicieras un juego de malabares, justo antes de posarla en el papel? Me enternecía ese gesto tuyo, tu tic ceremonioso, pero ahora sé que simplemente era una forma de darte tiempo a pensar, a fingir, a esquivarme.

Se te nota cuando dudas, ¿sabes? Y también se te nota cuando deseas algo sin medida. A veces llegué a confundir tu ambición con algo parecido al deseo. He de confesar que era excitante ver tu reacción cuando me pedías opinión y me contabas todo lo que ibas a hacer gracias a esa idea mía. Supongo que ahí bajé la guardia, porque no sospeché nada. Y así fue siempre, hasta ese día.

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«Menudo cisco he montado», me dijiste por teléfono, con un tono quebradizo como si acabaras de despertarte. Tu voz era un gemido y me incomodó tu actitud suplicante; no te pegaba. Aun así le quité importancia, porque ese fue mi papel siempre entre nosotros, cuidar de ti, arreglar tus problemas. Pero cuando al fin nos vimos, cuando te tuve delante, supe que esa voz surgía de algo pretérito, reconocí un miedo latente que siempre había estado ahí, pero que ahora emergía nítido, evidente como la notificación de Hacienda que ponías ante mí. Defraudarme no es un delito, pero vas a acabar en la cárcel por perderme.

Atentamente, tu EX asesora.