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ELENA SIERRA
Viernes, 24 de noviembre 2017, 11:06
Amemos la Ilustración. Sí, por esos proyectos de progreso que, pasado el tiempo, han quedado convertidos en vestigios de una época de grandes sueños de modernización… Y vestigios por los que se puede caminar, disfrutar de la naturaleza y comprobar que, pese a que desplazarse a motor parece la única forma posible de viajar, se puede ir alegremente por los caminos de un pueblo a otro y hasta de una provincia a otra. El Canal de Castilla, ese «alocado proyecto de gigantes», tal y como fue descrito por quienes en su día vieron cómo comenzaban las obras de una infraestructura que pretendía crear, en medio de la Meseta, un curso artificial de agua navegable, tardó casi un siglo en construirse. Varias generaciones de ingenieros y peones –y presos– trabajaron en su construcción entre 1753 y 1846 pasando por guerras, falta de fondos y todo tipo de obstáculos orográficos y técnicos.
Por contra, solo dos décadas, más o menos, fue lo que estuvo en buen uso y rendimiento, sirviendo para el transporte del grano de los silos castellanos hacia los puertos del norte.
Las barcazas cargadas de cereal eran arrastradas, desde las riberas, por caminos de sirga, por mulas y personas. Y después fue cayendo en el abandono, porque para entonces ya se habían echado por los campos hasta las vías de los trenes –algunas de las cuales también han sido reconvertidas en paseos, qué cosas–. A partir de entonces, hubo algún viajecito de recreo, una actividad recuperada en la actualidad desde la dársena de la localidad vallisoletana de Medina de Rioseco, desde donde salen embarcaciones que surcan estas aguas tranquilas con el objetivo de mostrar su historia.
Tres ramales
La idea de los ilustrados era buena, pero parecía un sueño loco, desde luego. Querían acortar distancias y tiempos, porque la salida del cereal del granero de España hacia otras regiones, un gran negocio, se hacía en carros y aquello era eterno. Mirando por ahí, buscando espejos en los que reflejarse, descubrieron que lo mejor era realizar el transporte por agua. Pero claro, para eso era necesario contar con vías fluviales navegables. Había que dominar el agua y meterla en un enorme cajón estanco de profundidad y anchura conocidas. Dicho y hecho: le construyeron un corsé. O tres. Y es que el Canal de Castilla acabó siendo uno y trino, con tres ramales bien diferenciados: el que une las localidades palentinas de Alar del Rey y Calahorra de Ribas se divide después en dos, uno que se dirige hacia Medina de Rioseco, la Ciudad de los Almirantes o de las tres catedrales (tal era su pujanza), y otro que baja desde Grijota, cerca de Calahorra, hasta Valladolid.
Cualquiera de los tramos es ahora transitable a patilla, en bici o a caballo, y forman una ruta que, aparte de ir pegadita a un río que no es tal a lo largo de más de 200 kilómetros, va pasando por pueblos con mucha historia. Ahí van un par: Paredes de Nava, donde nació el poeta Jorge Manrique, el de las coplas a la muerte del padre; y Frómista, con unas iglesias románicas en las que debe entrar cualquiera que haga el Camino de Santiago.
Etapas llanas y largas
Las guías sobre el Canal de Castilla suelen empezar en Alar del Rey, que es el pueblo más al norte y es el comienzo y final de una obra de ingeniería que, para recoger las aguas del Pisuerga y llevarlas bien encauzadas y domadas, en este punto es alucinante. Tanto que, de haber continuado, el proyecto se habría extendido hasta la localidad cántabra de Reinosa –y por un cuarto ramal, al sur y al este, hasta Segovia pasando por la provincia de Burgos–. Hay que imaginar el desnivel que habría tenido que salvar el canal, con su sistema de esclusas, de haber seguido creciendo.
En los tramos construidos, el desnivel acumulado es de 150 metros, prácticamente nada, por lo que las etapas se plantean muy llanas. Y algunas muy largas para caminantes: más de 35 kilómetros si se pretende encontrar un lugar donde dormir, más de 40 si se desvían un poco de la ruta para poder ver algún castillo o iglesia de los pueblos que hay cerca pero no en la ribera. Así se conocerá la historia de Villarramiel, fundada, dicen, en 955 por Herramel Álvarez, descendiente de Doña Toda de Navarra.
Gran parte del camino se hace a la sombra de los chopos, pero hay tramos donde pega el sol que da gusto. Esto es Castilla. Campos amarillos y cielos azules. Liebres, rapaces y garzas, cangrejos y pescadores de lucios, carpas y barbos. Puentes para cruzar el ‘río’ y acueductos por los que el canal salva, por las alturas, ríos de verdad. Fábricas harineras abandonadas junto a las grandes esclusas, esos ingenios técnicos de otra época que aún hoy se permiten decirle al agua por dónde debe discurrir y para qué –decenas de minicanales la reparten por los campos–.
Esas mismas esclusas que hicieron posible un alocado proyecto de gigantes que se ha convertido en una ruta por la naturaleza y la historia mucho menos concurrida que el Camino de Santiago. No es extraño tirarse horas andando y no cruzarse con ningún otro caminante. Amemos la Ilustración también por eso. Qué amable.
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