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VICTORIA SOUVIRON
Viernes, 3 de marzo 2017, 10:52
Un tramo de la ruta de ciudades y villas medievales nos lleva a Extremadura y Portugal, frontera de los dos grandes reinos que se repartían la Península en la Edad Media. En Cáceres, nos detenemos en la señorial y milenaria, Coria. ... Árabes, judíos y cristianos se asentaron en este enclave milenario, a orillas del río Alagón, ocupado anteriormente por romanos y visigodos, dejando un importante legado artístico y cultural en un pequeño pero coqueto casco histórico, declarado Bien de Interés Cultural. Recorriendo sus callejuelas, descubrimos que Coria fue sede del Marquesado de Alba. Ocurrió que el conde de Coria andaba falto de liquidez y empeñó la villa por cierta cantidad de dinero a García Álvarez de Toledo y Carrillo de Toledo, primer duque de Alba de Tormes, quien en 1472 se quedó con ella y con el título de marquesado, construyendo un palacio fortificado junto a la muralla romana.
La antigua cárcel real alberga un museo de historia y arqueología que da testimonio de este y otros avatares que a través del tiempo forjaron el peculiar carácter de este pueblo extremeño, que mantiene vivas muchas de sus antiguas tradiciones, como la elaboración artesanal de forja, barro, orfebrería, encajes y bordados.
Cuenta con una preciosa catedral de estilo gótico-plateresco, ya que también fue sede episcopal. Merece la pena visitarla detenidamente, fijándose en los muchos detalles que decoran sus arcos y bóvedas. La sala capitular guarda un tesoro asombroso, la reliquia del mantel de la Sagrada Cena. En el convento de la Madre Dios, las monjas elaboran exquisitos dulces, como roscas de piñonate, mazapanes y galletas para endulzarnos el paladar después de saborear los ricos productos de cerdo ibérico que se curan en la comarca.
Blanca y radiante
El paisaje urbano de nuestro siguiente destino, Olivenza, al sur de Badajoz, nos hará dudar si realmente estamos en España o en Portugal. Y es que esta monumental plaza, fundada por templarios castellanos en el siglo XIII, pasó a finales de ese siglo a pertenecer al reino de Portugal y fue precisamente en ese periodo cuando vivió su mayor época de esplendor, construyéndose importantes edificaciones para proteger y ampliar este bastión luso, que suponía una importante avanzadilla en territorio español.
Así fue hasta 1801, cuando volvió a formar parte España, como último territorio en incorporarse al actual reino. Si queremos empaparnos bien de esa belleza mestiza que luce Olivenza, necesitamos ir con calma porque hay mucho que ver. El alcázar, con una torre del homenaje de 36 metros de altura, el palacio del Ayuntamiento de fachada gótica, conventos e iglesias, todo ello rodeado por dos líneas de murallas defensivas, baluartes y puentes fortificados, deslumbran allá donde pongamos la vista.
Ahora sí, entramos definitivamente en Portugal para detenernos en Vila Viçosa, en el distrito de Évora. Considerada la primera corte ducal del Renacimiento portugués, fueron los Duques de Braganza, la casa noble más importante del país, quienes labraron un enorme patrimonio arquitectónico y artístico que puede contemplarse dando un tranquilo paseo por sus avenidas y plazas, perfumadas con el dulce olor de azahar que desprenden los naranjos. Sus fachadas están revestidas de lujoso mármol blanco, extraído de las canteras locales, lo que les otorga un aire especialmente aristocrático.
El Palacio Ducal pide una visita obligada para viajar hasta aquellos tiempos en los que sus espaciosos salones, que aún lucen elegantes alfombras y tapices, eran escenario de banquetes, fiestas y conciertos, cuando los Braganza tenían allí instalada su residencia, antes de trasladarse a Lisboa en el siglo XVII para tratar de ocupar el trono luso.
En la explanada exterior, frente a la gigantesca fachada de 110 metros, se encuentra la estatua ecuestre de Joao IV, el último duque que vivió en aquellas dependencias y que un día soñó con llevar la corona de Portugal. Tabernas con buen vino y mejor bacalao nos esperan, después de la lección de historia, para darle un toque de jolgorio a la estancia.
Castillo de fantasía
Más al norte, justo cuando el río Sever dibuja la Raya Internacional entre Portugal y España, la villa amurallada de Marvao, presidida por su castillo, representa el último punto de nuestro viaje al Medievo. Encaramada sobre una colina a más de 800 metros de altitud, esta localidad fue desde la época romana un estratégico enclave militar, llegando incluso a desafiar en el siglo IX a los califas de Al Andalus para independizarse y formar un minúsculo reino propio.
Los tiempos cambian y Marvao cayó en el olvido, pero gracias a ello se ha mantenido casi intacta, por lo que es candidata al título de Patrimonio de la Humanidad. Desde el perímetro de sus murallas, las vistas de las montañas y valles que la rodean son maravillosas, tanto como sus empinadas callejuelas con casitas pintadas de blanco inmaculado, estilosos puentecillos de granito que comunican unas con otras, pequeñas iglesias y jardines llenos de flores que nos echamos con mucho gusto a las alforjas de nuestros mejores recuerdos.
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