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Vaya por delante que para disfrutar de una serie como 'The Mandalorian', extensible a otras producciones del universo de 'Star Wars', hay que aceptar una serie de normas internas que facilitan su digestión sin llevarnos las manos a la cabeza. Son reglas invisibles que están ... ahí, a las que no siempre prestamos atención porque las tenemos interiorizadas. Cuando eres un espectador menudo no te das cuenta de estos códigos ni de dobles lecturas, te lo comes todo con patatas, pero cuando dejamos la infancia atrás y nos gusta reflexionar, aparte de evadirnos frente a la pantalla, podemos asustarnos con la toma de algunas decisiones para que avance la narración.
Los guiones escritos con plantilla funcionan si admitimos su carácter esquemático en pos de la emoción, como es el caso que nos ocupa, apelando sin remedio a la memoria emocional. Todo se miniaturiza en el imaginario iniciado por George Lucas. Por tomar un ejemplo, los planetas parecen acoger una sola aldea, una ciudad con suerte, y hay escasa figuración cuando toca reunirse para escuchar un discurso o enfrentarse a un problema en común. Todo se soluciona a pequeña escala. Los pueblos se asemejan a los de las películas del Oeste: los protagonistas viajan de uno a otro surcando el espacio, como si se moviesen en el tablero del juego de la oca. Y no pasa nada. Ahí está el pequeño Grogu manejando un exoesqueleto robótico con apenas dos mandos, como los de antaño, una bola para cada mano, diciendo «sí» o «no», como en una sala de máquinas antediluviana. No se necesita más. Es el colmo del minimalismo en beneficio del entretenimiento.
Como adelantábamos en este mismo suplemento especializado, al analizar el comienzo de la nueva temporada de una de las producciones más populares de Disney+ -también ha sufrido pérdida de audiencia, por cierto-, ya desde su capítulo inicial todo apuntaba a que el leitmotiv de la sesión iba a ser el clan de los mandalorianos. Recuperar el planeta de origen de Mando era el objetivo, confirmado episodio tras episodio hasta la explosión final. Con algunas entregas titubeantes, aparentemente de relleno, el cierre ha sido apoteósico, recuperando la épica, siempre y cuando aceptemos lo expuesto en el párrafo de apertura del presente texto. Tras un remarcable pistoletazo de salida -dos años de espera, a excepción de los tres últimos episodios de 'El libro de Boba Fett'-, el cazarrecompensas y Baby Yoda emprendían una de sus inevitables aventuras rumbo a las ruinas de Mandalore para bañarse en las aguas vivas de las minas y recuperar el camino.
El planeta está destruido, o eso dicen, pero el rol interpretado a ratos por Pedro Pascal -salvo su voz, siempre presente- es un sujeto cabezota que no tira la toalla fácilmente. La inmersión acuática puede suponer la recuperación del beneplácito de los suyos y su religión, a quienes dio la espalda al quitarse el casco frente a Grogu en un ataque de amor. Necesitaban ponerse ojitos.
El planeta Nevarro, donde Mando se reencuentra con Greef Karga, es uno de los escenarios de la temporada, trufada de referencias a la saga. Hay piratas espaciales y las formas de western se apuntalan. Cobra especial fuerza el personaje de Bo-Katan Kryze, lo que es de agradecer para que el protagonismo de Din Djarin y Grogu no resulte cansino. La mandaloriana de armas tomar, interpretada con carisma por Katee Sackhoff, a quien pudimos ver en la recomendable 'Battlestar Galactica' y ya ponía voz a su personaje en la serie 'Star Wars: The Clone Wars', se luce en esta sesión, aportando algunos momento icónicos. En el segundo capítulo, serie B elevada al cubo, rescata a Mando en una gruta donde habita un ser arácnido grotesco que remite a la imaginería de Phil Tippett ('Mad God').
El tercer episodio, más largo de lo habitual, supone un punto y aparte excepcional. Transcurre principalmente en Coruscant, planeta donde reina la ascendente Nueva República antes del nuevo alzamiento del Imperio. Una ciudad luminosa, muy peculiar, cubre prácticamente toda la superficie. Sigue siendo una virtud de 'The Mandaorian' poder disfrutar con muñecos, maquillaje y látex dentro del encuadre, conviviendo en armonía con los efecto visuales generados por las nuevas tecnonologías. El CGI se nota en los planos generales, en el espacio, pero no resulta tan molesto como en otras producciones similares.
Jon Favreau sigue manejando los hilos de la serie, con Dave Filoni en la producción ejecutiva. Se notan sus filias en la escritura. El cuarto episodio es pura aventura. Vemos a los mandalorianos rescatando a un huérfano de las garras de una diabólica criatura alada, como si estuviésemos dentro de una película de Harryhausen. Bo-Katan se gana con su gesta el respeto del clan mientras en la quinta entrega toca enfrentarse a los piratas espaciales que pretenden conquistar Nevarro. Estas dos últimas piezas son las más flojas del lote, hasta que llega a la dirección en la sexta propuesta de la temporada la bendita Bryce Dallas Howard, que ya ha dejado claro quien manda en este spin-off de la franquicia. Con su visión vuelve a elevar la propuesta echando mano de un relato con claras reminiscencias de 'Blade Runner' que trascurre en el curioso planeta Plazir-15, entre cuyos mandatarios se encuentra el capitán Bombardier, encarnado por Jack Black, al que siempre es un gustazo ver en pantalla. Christopher Lloyd, el bueno de Doc en 'Regreso al futuro', también forma parte de reparto de una entrega magnífica que hizo recuperar el brío a la serie a las puertas de su desenlace.
Los dos últimos episodios de la temporada forman parte de un díptico que describe la esperada reconquista de Mandalore. Rick Famuyiwa ('Dope') dirige el clímax con oficio. Grogu consigue su armadura robótica y proporciona algunos instantes divertidos al final del arco argumental, además de desvelar definitivamente su control de la fuerza. Moff Gideon gana enteros como villano, una suerte de reverso tenebroso de Boba Fett contaminado por el semblante oscuro de Darth Vader. El capítulo final, con buenas peleas, emula el famoso rescate de Leia, entre otros guiños al fandom. También ofrece a la audiencia cautiva algunos momentos con una evidente carga emocional que deja la serie en alto, sin cliffhanger que valga de cara a la continuación -ya en producción-, lo que es de aplaudir tras ocho intensos capítulos donde ha habido de todo. La sesión gana, indudablemente, vista en su conjunto.
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