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La de fluffer es una profesión tirando a ingrata. A grandes rasgos, es el tipo al que le pagan por mantener la erección de los actores porno durante el rodaje de una película. Para que el asunto no se venga abajo entre escena y escena, ... vaya. Vista la segunda temporada de 'The Deuce', la última serie de David Simon (padre de la celebérrima 'The Wire' y la nunca suficientemente reconocida 'Treme') que HBO acaba de emitir en España, queda claro que su primera tanda cumplió exactamente con esa función: la de luchar contra la flacidez argumental, mantener el vigor con su lúcida mirada sobre los bajos fondos de la Nueva York de los años 70 y, al fin, alcanzar un gran clímax en estos últimos ocho capítulos que dejan ganas de más, sí, más, máaas, máaaas. Maldición, ¿dónde está el cigarrito de después?
Esa chica del Medio Oeste con ilusiones que llega a la Gran Manzana dispuesta a triunfar en el show business y acaba haciendo la calle con carreras en las medias. El chulo hortera con la mano ligera. La yonqui que baja braguetas a cambio del subidón del siguiente pico de jaco. Con todos esos mimbres, el genial padre de McNulty y Omar Little –por favor, un segundo de silencio en su memoria– se creó al alimón con el escritor y guionista George Pelecanos un universo setentero a su medida. Expertos en chapotear en los lixiviados de los bajos fondos, donde sumergen a perdedores de todo pelaje, el genial combo convenció a la HBO para sacar adelante un proyecto de campanillas como 'The Deuce, (Las crónicas de Times Square)', que toma como escenario la neoyorquina calle 42, entonces tan libérrima como pegajosa, que ha acabado tomada por hordas de turistas que hoy carcomen sus aceras como termitas.
James Franco se vuelve a desdoblar en los hermanos Vincent y Frank Martino, que sí, que muy bien, que muy prodigioso el asunto; pero en la primera tanda de capítulos ya quedaba claro que Maggie Gyllenhaal, aka Candy, aka Eileen, es la que corta el bacalao en esta historia. Ella es tan empoderada, tan poderosa, tan todo que el léxico feminista se le queda pequeño. Abandona el tacón de aguja, las medias de rejilla y el cuarto y mitad de látex y lubricante en el bolso para coger la cámara y la claqueta. Si hace falta, se arrodilla bajo el escritorio de un productor de cine de Los Ángeles para sacar adelante su 'Caperuzorra', una producción llamada a dignificar el cine porno, hasta entonces reducido a una simple sucesión de planos de mete-saca entre abundantes matojos pilosos.
La segunda tanda de capítulos, que da un salto en el tiempo hasta situar la acción en el albur de los 80, confirma que 'The Deuce' tiene todas las hechuras de clásico de la televisión. Porque al terminar su octavo episodio, queda claro que, de haber visto la luz unos años antes de esta burbuja seriéfila en la que viven los consumidores de las plataformas de streaming, pasaría a la posteridad como uno de los grandes títulos de la Home Box Office, que ya es decir. La orgásmica historia podría haberse quedado en el pintoresco retrato marginal, en las historias de las chicas de la calle, en el morbo más o menos explícito del 'bakcstage' de los rodajes del porno. Pero no.
Maderos corruptos. Mafiosos de gatillo fácil. Proxenetas y exprostitutas con síndome de Estocolmo. Políticos bienintencionados que pululan por saunas gay. Rapaces nocturnas dedicadas a la rapiña en clubes privados. Actrices porno cocainómanas. Todos conviven en la segunda parte de esta historia con todavía mucho recorrido. Su confirmada tercera temporada tiene ante sí el reto de relatar el brutal cambio que vivió la industria en los siguientes años, con la llegada del VHS. Y también el VIH. A 'The Deuce' le quedan polvos para rato.
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