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Partamos de una idea: una mujer cuyo álbum familiar está formado por las portadas de ¡HOLA! no puede ser normal. Tampoco alguien que sale a la calle con un pulverizador de agua bendita en un bolso de Loewe, que cuenta que aprendió a leer con ... sus guardaespaldas o que va a llamar a su tercera madrastra para preguntarle si en una mesa caben doce o catorce comensales. Teniendo eso claro, a partir de ahí todo en 'Tamara Falcó: La Marquesa' es disfrutable. Si no, es mejor ver 'La Comuna (París 1871)', de Peter Watkins.
El secreto de Tamara es que no es ni como usted ni como yo, pero tampoco lo intenta. Para qué. Sabe que ahí radica su éxito. Por eso puso cara de asco cuando Yolanda Ramos le dijo en 'MasterChef' que ella compraba las bragas en el mercadillo. Y por eso es la única que parece medianamente espontánea en el mundo momificado y botulínico del nuevo reality de Netflix (ya tuvo uno en Cosmopolitan llamado 'We love Tamara' que no funcionó). Por eso y porque Tamara, más lista que el hambre, ha trabajado su candidez y su frescura hasta convertirlas en marca de la casa.
El programa busca mostrar la vida de Tamara Falcó que no conocemos, si es que eso es posible después de cuarenta años de posados y entrevistas. Pues sí, lo es: entre habitaciones del Ritz, sesiones de fotos, formas de vocalizar necesitadas de subtítulos y viajes a París y Nueva York, descubrimos que, en el fondo, Tamara está más preocupada por recibir la aprobación de su madre y estar a la altura del legado de su padre que por estar mona. Bueno, o casi. Y nos lo descubrirán utilizando como hilo argumental la apertura de un restaurante efímero en El Rincón, el palacio que ha heredado de su padre, el Marqués de Griñón, una trama que también servirá para que vayan entrando y saliendo de su vida Carolina Herrera, Boris Izaguirre, Martín Berasategui, Juan Avellaneda, Íñigo Onieva, las hermanas Finat, una corte de estilistas y representantes, mayordomos con guantes, un Papa y un Nobel de Literatura. Y, por supuesto, su madre.
Porque Isabel Preysler, a diferencia de su hija, hace gala de su habitual hieratismo, algo que no sabemos si es por sus rasgos filipinos (Tamara justifica su falta de expresividad diciendo que es asiática) o por los tratamientos estéticos. Y se muestra crítica con Tamara. Mucho. En toda buena historia, y este reality lo es, la protagonista ha de tener una némesis, y ese es el papel de su madre: no confía en el proyecto del restaurante, y tampoco quiere ver vestidos de novia cuando van a visitar la tienda de Carolina Herrera. Porque a Preysler no le cae bien Íñigo Onieva, el novio de Tamara. Y si a Preysler no le gusta Íñigo, a nosotras tampoco.
Lógico que no nos conquiste: como le dice Jorge Javier Vázquez de vez en cuando a alguno de sus colaboradores, a Íñigo el silencio le favorece. Prototipo de pijo mono, recita impostado su parte de los diálogos, sin ápice de naturalidad. Tamara, en cambio, explota su frescura estudiada al milímetro. Y su risa. Tamara se ríe muchísimo. Yo también me reiría así si tuviera esos dientes tan blancos y si todos mis problemas los solucionaran ¡Hola!, Telva o Netflix. Y hasta Tous: la marca de joyas para pijas aspiracionales, convertida en una casa de acogida para aristócratas desocupadas y niñas bien, le ha permitido lanzar una colección dedicada a la Virgen. Y ahí está Tamara, casi en éxtasis místico, vendiéndonos medallas. Solo le falta vestirse con un hábito diseñado por Pronovias. Pero todo llegará, que no hay nada como ser de una religión que te permite encontrar a Dios tanto en los fogones como en las cocinas de Porcelanosa y en la que la Cuaresma es la nueva Operación Bikini, que te quedas monísima para el verano a base de ayuno y abstinencia. Hablando de abstinencia, absténgase de ver este reality los que no crean en Tamara ni en su universo de lujo y mayordomos con guantes, o les entrarán ganas de quemar mansiones en Puerta de Hierro.
'Tamara Falcó: La Marquesa' está disponible en Netflix.
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