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A todos nos gusta la comedia romántica. Es un lugar seguro donde ya conoces cómo va el juego, donde esperas que pase lo que tiene que pasar. Y si eso no sucede, hasta te mosqueas. Por eso 'Smiley', la nueva serie de Netflix, cumple todos ... los cánones del género: protagonizada por dos chicos con personalidades y formas de vivir contrapuestas, por aquello de que los contrarios se atraen, la historia comienza con un encuentro fortuito, continúa con embrollos varios que dificultan la unión de los protagonistas y termina con un canónico final feliz.
Lo mejor de 'Smiley' es que una pareja gay protagonice, al fin, una comedia romántica y 'mainstream', y que lo haga pasando por las vicisitudes clásicas que dan forma y entidad a las ficciones de este tipo. Veamos: Álex (Carlos Cuevas), un camarero cachas y guapísimo, conoce a Bruno, un arquitecto introvertido y cinéfilo (y aquí hay que creerse que un señor tan atractivo como Miki Esparbé es el feo de la pareja), por una equivocación telefónica. A pesar de sus diferencias, ambos anhelan encontrar una pareja con la que pasar el resto de sus vidas. Pero no va a ser fácil: entre los malentendidos, las palabras que no se dicen, los mensajes que se borran y los desastres varios, la cosa se va complicando. Y ahí está la trama: ver de qué manera Álex y Bruno acabarán juntos y podrán sortear los obstáculos que se irán encontrado en su recorrido por una Barcelona navideña.
Lo peor es que la serie no es tan redonda como nos gustaría: aunque las comedias románticas han de ser cursis por definición, en 'Smiley' hay un exceso de azúcar que puede llevarnos al coma diabético, empezando por la manida leyenda japonesa del hilo rojo y terminando por algunas frases que parecen sacadas de un manual de autoayuda. Además, ni los recursos visuales empleados son tan sorprendentes como se pretende, ni todas las subtramas tienen el mismo interés. Eso sin entrar en otro tema que no me corresponde, y al que asisto como espectadora al ver la polémica que la serie ha generado entre el colectivo LGTB, y es si los gays quieren someterse a lo que, hasta ahora, ha sido heteronormativo: la historia del amor romántico, del príncipe azul, de la pareja estable como única forma de alcanzar la felicidad, de sentirse incompleto si no tienes un compañero. Lo digo porque el feminismo lleva años intentando deconstruir este esquema. Y ese tema sí que me atañe.
Pero, dejando las lecturas más o menos enjundiosas aparte, quizás la cuestión se reduce a que 'Smiley' quiere estar dentro de la norma para ser un producto comercial y abarcar la mayor cantidad de público posible, pareciéndose más a 'Emily en París' que a 'Queer as Folk'. O quizás es que, en el fondo, todos somos unos románticos. Y, desde ese punto de vista, la serie consigue sus objetivos, que son pasar un buen rato, entretenernos, y, en algunos momentos, hasta emocionarnos.
Ello lo logra jugando con unos personajes de los que te encariñas rápidamente y siguiendo a rajatabla las pautas establecidas por las comedias clásicas (no se nombran en la serie 'La fiera de mi niña' o 'Love Actually' en vano, y hasta hay un remedo de la eterna mejor amiga de la protagonista, la Joan Cusack de turno, encarnada por un magnífico Pepón Nieto que brinda el contrapunto de humor a tanto almíbar). Y de ahí surgen ocho capítulos de media hora de duración que ganan puntos cuanto más costumbristas se vuelven, que se consumen en un suspiro por su dinamismo y que te hacen pasar estas fechas en un lugar seguro y confortable. Que no es poco.
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