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Vince Staples fue tocado por la mano divina de Pitchfork desde su primer EP, 'Hell Can Wait', en 2014. Tenía prácticamente veinte años. Es rarísimo que la primera mixtape de un rapero cualquiera de California (donde los hay en grandes cantidades) gane la etiqueta de ' ... Best New Music', pero las bases y las letras corrosivas y socialmente cargadas del joven Staples convencieron. Y sus siguientes discos, 'Summertime 06' y 'Big Fish Theory' siguieron una estela de éxito de crítica muy notable.
Pero diez años después de aquel debut, y a juzgar por la extraña serie que ha decidido producir el artista, no hay atisbo de camino de rosas. Si algo traslucen sus cinco episodios es descreimiento, una profunda decepción con el mundo. Por muy famoso y reconocido que se sea, hay un poso de tristeza cubriéndolo todo que hace que la desgana (o al menos, la apariencia de desgana) domine la realidad y el día a día.
La serie nos coloca ante diversos escenarios que en su mayoría tienen que ver con la violencia, pero no solo. En todos los episodios Staples aparece envuelto en situaciones hasta cierto punto absurdas, como el atraco a un banco, una tarde en la cárcel o un laberíntico y siniestro parque de atracciones, donde el hecho de ser medio famoso nunca hace que nada mejore.
Y es que no se puede decir que todo el mundo le pare por la calle, pero siempre la persona menos indicada resulta que le conoce. Con lo cual jamás puede aprovecharse del lado bueno de la fama —cosa que tampoco parece que le interese—, sino que sigue viviendo entre los mortales teniendo que soportar de vez en cuando que un indocumentado le moleste con la cercanía con la que castigamos a los famosos hoy en día.
La actitud de Staples, nunca mostrando vulnerabilidad, o mejor dicho, nunca mostrando que algo le importe, tiene un punto existencialista que sí logra transmitirnos sensaciones complejas por mucho que no mueva un músculo de la cara ni levante mucho la voz si no es necesario. Él transita por el mundo como un alma en pena, a medio camino de todo tras perder la inocencia. Es cierto que nunca alcanzó una fama desmedida, pero desde luego cumplió sus sueños de adolescente: ha colaborado con los mejores artistas, se ha ganado a la prensa… y como en una maldición de Schopenhauer se ha dado cuenta de que somos seres eternamente insatisfechos, ¡suerte de los que viven sin darse cuenta! Esta serie es capaz de hacer de una persecución de pistoleros una procesión apática, de una campestre reunión familiar un rosario de dolores e interesados, y a la vez del atraco al banco una pantomima con mucha retranca. La vida trata de emocionarle y él, simplemente, pasa.
La expectativa era la de una comedia musical fresquita protagonizada por un deslenguado rapero, pero la realidad es casi una exploración de la desilusión generacional de un joven demasiado informado, de vuelta de todo, tremendamente solo, donde la música no juega el más mínimo papel y casi es un mal recuerdo. Alguien que ha tocado la cima de la pirámide y ha visto, simplemente, que más allá no hay nada que merezca la pena. Vemos elementos que en cualquier otra serie serían objeto de gran tensión, pero aquí se tratan como si nada. Gangsters, racistas, policías y familiares son todos igual de ridículos.
Staples no cuenta con nadie, detesta la sociedad en la que vive y de algún lugar ha sacado el ánimo para contarlo en una serie que nunca nos da lo que queremos, y donde siempre hay elementos que no encajan, empezando por su protagonista. Cinco episodios que pasan en un suspiro, y un Staples en Internet que nos pide que pulsemos el pulgar hacia arriba en Netflix para que le dejen hacer una segunda temporada. El gran éxito del producto es transmitir esa extrañeza ante la vida y ese sentimiento de abulia generalizada, el fracaso es que, en general, a nadie le interesa que le recuerden que vivimos poco y mal, y sobre todo que lo hacemos sin darnos cuenta. A un artista de éxito se le concede el tiempo para pensar qué quiere decir, y el mensaje de Staples sobre nosotros no nos deja nada bien, pero no se puede decir que mienta.
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