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La segunda entrega de 'Monstruos', la serie de Ryan Murphy e Ian Brennan para Netflix, comienza con los hermanos Menéndez dirigiéndose en coche hacia el funeral de sus padres mientras comentan en qué van a gastar el dinero de la herencia. El saxo de Kenny ... G suena en la radio hasta que Lyle, de manera déspota y grosera, le ordena al chófer que cambie de emisora. Entonces, empiezan a sonar Milli Vanilli. Y ahí, en forma de un grupo acusado de fraude, está la incógnita que hay que despejar: ¿son los Menéndez unos asesinos sin escrúpulos que hacen playback de un relato que los convierte en víctimas, o son dos hermanos que acaban matando a sus padres porque es la única forma de escapar de una aterradora cadena de abusos sexuales, emocionales y físicos?
En la vida real, Lyle y Erik fueron condenados a cadena perpetua. Pero, en la ficción, la incógnita no termina de despejarse. La única conclusión clara que extraemos es que a Murphy y a Brennan les va el morbo. Mucho. Tanto que reflejan una relación incestuosa entre los hermanos; tanto que los episodios de agresiones sexuales sufridos por Lyle (Nicholas Chavez) y Erik Menéndez (Cooper Koch) por parte del padre (Javier Bardem) se cuentan una y otra vez, con pelos y señales, de una forma extremadamente turbia y escalofriante, cuando solo era necesario un capítulo, el quinto, para hacerlo. Porque 'The hurt man' lo hace con una simplicidad formal que resulta extraordinariamente efectiva: Erik y su abogada están en una dependencia de la cárcel, sentados uno frente al otro; ella de espaldas al espectador, él delante de una cámara que, en una sola toma, se va acercando lentamente hasta un primer plano de su rostro al tiempo que va narrando los abusos que ha vivido, su sufrimiento, su descomposición. Tras ese testimonio, es imposible no empatizar con él, no creerle, no considerar a los padres como a los auténticos monstruos de esta historia.
Pero, en un intento de abordar todas las aristas del caso, de evidenciar que la vida no es en blanco y negro, se nos muestra la otra cara de la moneda a través de la figura de un periodista de Vanity Fair (Dominick Dunne, interpretado por Nathan Lane) que dibuja a Lyle y Erik como dos tipos ricos e insufribles que desprecian y maltratan a su madre (Chloë Sevigny) y que retrata al padre como un hombre complejo y atormentado por haber malcriado a sus hijos. Posiblemente, la intención sea provocar en los espectadores el mismo desconcierto que sufrió el público norteamericano tras conocer lo sucedido.
Y sí, lo consigue, pero por otros motivos: porque se genera confusión al ir pasando de una tesis a su contraria durante toda la serie sin transición alguna, porque alarga innecesariamente una historia que comienza a decaer a partir del capítulo cinco y se estrella en el tramo final, porque carga tanto las tintas que acaba caricaturizando a los protagonistas (en especial a Lyle) y porque utiliza un tono que desorienta al salpicar la trama de bromas, de guiños y de momentos chuscos, como esa imaginaria fuga de la cárcel con pelucas a lo Milli Vanilli. En esta serie, todo es carne de cultura pop. Hasta el asesinato de unos padres.
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