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Cuando seas padre comerás huevos, dicen. Y evitarás las series sobre adolescentes, añado. Sobre todo si son tan crudas como afirman que es 'Euphoria'. «Tú no la veas, madre, que te conozco y te vas a poner mala», me dice el heredero. Acabáramos: diecisiete ... años tiene el tío, y es él quien me prohíbe ver cosas a mí. Se supone que tendría que ser al revés.
Pero sí, me conoce, nos conoce. Y sabe que, desde el día en que nació, nos invadió un miedo que se prolongará durante toda nuestra vida, aunque el muchacho apruebe las oposiciones y acabe de registrador de la propiedad en Santa Pola. Es un miedo preventivo, un miedo por lo que le pueda pasar, por lo que escapa a nuestro control. El mismo miedo que sintieron mis padres por mí. Y los suyos por ellos.
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Tampoco vi en su momento 'Tenemos que hablar de Kevin', ni este año le he dado a 'Mass' ninguna oportunidad, sabiendo que ambas películas son magníficas. Y, ahora, no quiero ver una serie sobre adolescentes que consumen todo tipo de drogas, que practican un sexo oscuro y tóxico, que están cansados de vivir antes de cumplir los veinte, que crecen en un entorno dañino, que intentan combatir sus conflictos internos huyendo por callejones sin salida. Supongo que a otros padres les pasará igual. Porque somos egoístas y queremos dormir por las noches. Porque preferimos pensar que eso no les va a ocurrir a nuestros hijos. Porque creemos que lo tienen todo, que no llevan a cuestas ninguna carga, que sus problemas son pequeñeces propias de la edad, cosas sin importancia.
Pero tan erróneo es mirarlos por encima del hombro como olvidar que nosotros también estuvimos tan perdidos como ellos, que éramos rebeldes y curiosos, que sentíamos galopar nuestro corazón como un caballo desbocado, que «queríamos ser eléctricos, queríamos ser seis cuerdas, arder en un solo suicida y glorioso», como escribe Diego Sánchez Aguilar en 'La cadena del frío'. La diferencia es que, en la mayoría de los casos, nuestro porno duro era el 'Lib', nuestras drogas no pasaban del calimocho y un par de caladas a un canuto, nuestra angustia existencial se calmaba escuchando a The Smiths o Radiohead y nuestras redes sociales se reducían a un puñado de colegas. Y eso es lo que identificamos y controlamos. Lo que ha venido después, por extraño, nos resulta aterrador. Solo podemos confiar en que todo lo que les hemos dicho, todo lo que les hemos inculcado, haya calado lo suficiente como para sortear los peligros que les acechan en un mundo que ya no reconocemos.
Al error de la condescendencia y al del olvido de mi propia adolescencia, tengo que añadir otro más: el que cometo al no ver la serie. Por un lado, porque según lo no visto pero sí lo escuchado y leído, es espléndida: hablan de apuesta estética arriesgada, de atmósfera propia, de experiencia sensorial, de gran análisis de personajes, de novedosa narrativa visual. Por otro, porque cerrar los ojos a una posible realidad no soluciona nada, y solo da pie a una falsa tranquilidad. La mía. La nuestra.
Por eso creo que, al final, acabaré viendo 'Euphoria', esa «serie anticonceptiva», como la llama Rosa Belmonte. A pesar de que, probablemente, me cueste mucho más conciliar el sueño.
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