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Si los ochenta fueron de los culebrones norteamericanos donde los millonarios se devoraban entre sí (véanse 'Dinastía', 'Dallas' o 'Falcon Crest'), los noventa pertenecieron a las telenovelas latinoamericanas. La auténtica transformación fue pasar de Krystle a Cristal, del inglés al español, de una rubia rica ... con hombreras a una rubia pobre con cara de pan del campo. Yo viví aquella transición. Y la otra, la que va con mayúscula. Ventajas de la edad. O no.
Lo de 'Cristal' fue una revolución de un país que renunciaba a la siesta para seguir las desventuras de su heroína. Nosotras también lo hicimos, claro: en el piso de estudiantes, era oír 'Mi vida eres túúúúúúúú' y lanzarnos al sofá prestas a mojar el capítulo en el café. Todo nos parecía tonto e ingenuo, tan acaramelado que no era apto para diabéticos, tan risible como disfrutable; un melodrama histérico donde se gritaba por encima de los decibelios permitidos y que estaba protagonizado por unos personajes poco creíbles. Pero estábamos completamente enganchadas, tanto que, terminado el episodio, nos pasábamos la tarde imitando el acento venezolano y diciendo 'ay, chama, qué chévere', 'eres una mugrosa' y cosas por el estilo, que entonces no sabíamos ni de incorrección política ni de apropiaciones culturales.
Tras el éxito increíble de aquel primer culebrón (dicen que el último de sus 246 capítulos fue visto por dieciocho millones de españoles) vino 'La dama de rosa'. Más de lo mismo con los mismos protagonistas, Jeannette Rodríguez y Carlos Mata, que se vinieron a hacer las Españas. De hecho, la Rodríguez acabó en el jacuzzi de Jesús Gil. Definitivamente, cualquier tiempo pasado fue peor. Al menos, en televisión.
Ahí terminaron mis amores con las telenovelas. Yo no era consciente de ello, hasta que intenté ver 'Café con aroma de mujer' pensando en que algo tenía que tener una serie que lo mismo le gustaba a Anabel Pantoja que a Mercedes Milá. Una serie transversal, por tanto. Vale, el transversal es William Levy: siendo tan macho, tan de camisa reventona, tan de ojos avellana, tan de labios carnosos, tan de anuncio de colonia, tan tremendo galanzote y tan vuelve el hombre, es normal que le resulte atractivo a gente variopinta. A mí no. Y tampoco la serie. Reconozco que me da un poco de canguelo decirlo, que es un asunto muy serio llevarle la contraria a tantos espectadores que la han colocado como una de las más vistas de Netflix. Pero se ve que toda la paciencia para el culebrón y sus tramas clásicas (amor imposible entre chico rico y chica pobre con embarazo sorpresa, arpías chillonas y parientes resentidos de por medio) se me agotó hace años. Por eso la abandoné después de ver unos cuantos capítulos. Y por eso, a lo mejor, no llegué a apreciar el aroma de este café.
La serie es una actualización del culebrón del mismo título de 1994, aunque la actual es un tanto descafeinada, ya que el asunto del tráfico de personas de la original se ha obviado en esta nueva versión, que se centra en la historia de amor entre los protagonistas. Porque ellos siguen ahí: Sebastián (William Levy), dueño de un cafetal, es el buen patrón, responsable, guapetón y cosmopolita; Gaviota (Laura Londoño), que trabaja para él recolectando café, es pobre pero honrada, mona y pizpireta, dispuesta y emprendedora; una muchacha de pueblo a la que el hombre viajado le enseña placeres tan mundanos como comer sushi. Y, además, Gaviota canta. Muchísimo. Si no quieres café, toma dos tazas.
En la serie no hay grises: los malos son malísimos y, los buenos, buenísimos. La vida en blanco y negro, fácil de entender, con los antiguos cánones de la telenovela de siempre y los modelos (físicos y psicológicos) de toda la vida. Un tío, tío y una tía, tía, que diría mi abuela. Tantos años desmontándolos a ellos y construyéndonos a nosotras, para volver al punto de partida.
El conjunto, además de aderezarse con primerísimos planos de miradas de intenso deseo para demostrar que cuando el amor llega así, de esa manera, uno no tiene la culpa, se completa con atractivas panorámicas de los cafetales. El resultado es un anuncio de café de Colombia de ochenta y ocho episodios en el que solo faltan Juan Valdez y su mula Conchita paseando entre las plantaciones. Por cierto, que cualquier fan de la serie se puede alojar en la hacienda donde se desarrolla la acción por un precio módico. Quizás eso sea lo mejor de 'Café con aroma de mujer': descubrir una Colombia bellísima. Lo demás, es café para los muy cafeteros. O culebrón para los muy culebreros.
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