Cómo mostrar el horror entre imágenes viscerales y hermosas, entre el ardor, el arrebato y el pulso dramático. La respuesta reside en esta obra hoy un tanto olvidada, pero pieza imprescindible en la filmografía de los hermanos Taviani
Los cineastas de ‘Padre, padrone’ siempre han dotado a su mirada de una atmósfera especial, mezcla de fábula y cuento, de magia y cercanía, de potencia narrativa y complicidad emocional. ‘La noche de San Lorenzo’, un fragmento de la guerra entre la naturaleza, es un filme de arrebatos y desgarros, de golpes bajos e ilusiones celestes, de pérdidas y creencias, de asideros y espejismos.
Tras la fuga colectiva de unos campesinos en la Toscana de la Segunda Guerra Mundial asoma una agitada creación de muerte y grano, de sandías y sangre, todo envuelto en la emoción y la lucidez de un cine sensible. Los Taviani, que narran la peripecia de quienes huyen del fascismo, nunca pierden el sentido de la colectividad. Hay anécdotas, miradas infantiles, deseos y ternura pero ‘La noche de San Lorenzo’ destila, sobre todo, el retrato del absurdo de la confrontación, la crueldad de la muerte entre vecinos y amigos, todo ello plasmado especialmente en una batalla que revela ese entramado de dolor, humillación, miedo; el cuerpo a cuerpo de esa espera estrellada donde asoma la muerte, la amargura, la violencia.
Los hermanos cineastas, premio especial en Cannes por esta obra, con la voz en off de una niña/mujer como eje y largos 'flashbacks', se adentran en vivencias y anécdotas, en pasajes que rezuman con naturalidad el recuerdo extraño y el realismo desgarrado. El filme es un mosaico donde cabe el humor, la tragedia, la pesadumbre, el descubrimiento del amor, la ilusión fugaz, el engaño colectivo, el deseo, la necesidad de amar… todo como resquicios y aristas de vida inmersas en el horror.
El milagro de la película es su capacidad para instalar lo cotidiano en un ambiente de terror colectivo, entre imágenes poderosas, surrealismo, costumbrismo y miradas tragicómicas. Un relato de resistencia y supervivencia que los directores de ‘Good morning Babilonia’ convierten en un cuento de agosto de esperanza y humillación, donde la crudeza y lo onírico intercambian paisajes humanos y horrores.
Es un filme de pequeñas cosas rescatadas entre el ruido y la furia de la Historia. Simbólica y metafórica también, juega con el día y la noche, las ropas oscuras y el calor y la luz del verano, las ventanas al universo y al hogar y la muerte inevitable y absurda. Entre planos generales, una atmósfera de irrealidad muy dominante, gracias a toques de escenografía y teatralidad, otorga una especial hondura a las situaciones. El trayecto nocturno de nostalgia y fuga, los despertares de los personajes, los encuentros y desencuentros están marcados por ese tono de magia y veracidad, de disturbio y normalidad.
Una mirada a veces neorrealista y otras surreal, felliniana, entre la crónica real y el recuerdo fantasioso. La batalla en el campo de trigo, sin apenas primeros planos, se postula como una sinfonía del horror, del disparate y la sinrazón. Los directores de ‘César debe morir’ impregnan esta historia coral, con Margarita Lozano y Omero Antonutti a la cabeza del reparto junto a vecinos de la zona convertidos en actores, de una poética humanista, un elogio del asombro perfumado por la épica pero también por las sensaciones de extrañeza, lo colectivo y la intimidad, la barbarie y la miseria. Abusos, sueños rotos, injusticias, desolación…y en la vigilia, solidaridad y esperanza. Un tratado antibélico, a modo de fresco poético y trágico, donde memoria, crónica y fantasía construyen un imaginario colectivo con los fragmentos de la oscuridad y de la luz.
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