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La mejor alabanza que se puede hacer de ‘La muerte de Stalin’ es que hay momentos que podrían pertenecer a una película de los Monty Python: no es gratuito que entre su galería de soberbios actores se encuentre Michael Palin dando vida ... al mismísimo Vyacheslav Molotov. Unas delicadas notas de piano y el acompañamiento de una orquesta nos sumergen en la acción. Estamos en Radio Moscú en 1953. Y una llamada del mismísimo camarada Stalin revoluciona el estudio: quiere una grabación del concierto. La misma que escuchará cuando caiga desplomado al suelo en su despacho entre un charco de orina.
‘La muerte de Stalin’ se ríe de la Historia con mayúsculas. Su humor insolente y negro como el carbón saca punta del absurdo de cualquier régimen dictatorial. La camarilla que rodea al tirano soviético se aplica con denuedo en no contrariarle. Las listas negras, las purgas, los interrogatorios bajo tortura... Todo el horror da pie a gozosos 'gags' verbales que llevan el sello del director escocés Armando Ianucci, un referente de la comedia televisiva -‘The Thick of It’, ‘Veep’-, que saltó al cine con ‘In the Loop’, otra sátira política que involucraba al presidente de Estados Unidos y el primer ministro británico.
Steve Buscemi como Kruschev y Simon Russell Beale en la piel del maquiavélico Beria se lucen en este vodevil de gozoso aire ‘viejuno’, en el que todos los personajes, grotecos y dolorosamente humanos al mismo tiempo, se sacan los ojos; primero por miedo y después por ambición. Los insultos y vejaciones se suceden. «¿Llamamos a un médico?», se preguntan ante el cadáver del ‘padrecito’. «Imposible, purgamos a los mejores».
‘La muerte de Stalin’, que en la vida real ocurrió hace 65 años, no le ha hecho mucha gracia al presidente Putin, que ha prohibido su exhibición en Rusia con el argumento de que ofende a los soviéticos caídos durante la II Guerra Mundial. «Stalin ha hecho un buen ‘comeback’», ironiza Ianucci.
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