El amor en su lugar
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El cine que uno ve enfermo crea vínculos extraños. Lo mismo odias con toda tu alma una historia que asocias con medicinas y pañuelos húmedos, o, por el contrario, se convierte misteriosamente en parte de la curaSoy capaz de cerrar los ojos y sentir con detalle las enaguas verdes de la mesa camilla del salón sobre mis piernas dobladas, retorcido en el sillón de papá, con el termómetro bajo el sobaco y un mando en cada mano: el de la tele ... y el del vídeo. Estar malo, además de toser y estornudar y que te gritaran por correr descalzo por el pasillo, era pasar la mañana viendo películas. El cine que uno ve enfermo crea vínculos extraños. Lo mismo odias con toda tu alma una historia que asocias con medicinas y pañuelos húmedos, o, por el contrario, se convierte misteriosamente en parte de la cura.
Esta semana me puse malo. Así, como cuando íbamos al cole. Me quedé solo en el sofá, reblandecido y apaleado como un triste filete. Puse la tele y me fui a la lista de películas pendientes. La primera en aparecer, en Netflix, fue 'El amor en su lugar', de Rodrigo Cortés. Y la vi. Cortés nos lleva a la Varsovia ocupada de la Segunda Guerra Mundial. Un grupo de actores monta una función para distraer a los -hambrientos, aterrados, humillados, muertos en vida- vecinos del barrio. La película cuenta un romance triple: el que sucede en el escenario, el de los actores entre bambalinas y el nuestro, el de los espectadores.
Porque es imposible no enamorarse de una película tan emocionante. Tan terriblemente hermosa. Imposible no sumarse a la ovación final y sentirse un poco más sano. Vinculado a una historia que, inevitablemente, viajará contigo para siempre como parte de la cura. De una cura que va más allá de pañuelos y termómetros. Una cura de esas que te acompañan cuando estás solo y cierras los ojos, que te fragmenta por dentro y te recompone trocito a trocito hasta ponerlo todo en su lugar. Porque, qué mierda todas las guerras, pero qué bonita la vida, joder.
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