!['El último Blockbuster'](https://s2.ppllstatics.com/larioja/www/multimedia/202106/01/media/cortadas/el-ultimo-blockbuster-knhG-U140559037545NCF-624x385@RC.jpg)
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'El último Blockbuster' es a la cultura de videoclub lo que 'Cinema Paradiso' a las salas: una elegía por una forma de consumir películas que dominó el mundo durante dos décadas. En 1989, Giuseppe Tornatore conjugó un registro desvergonzadamente sentimental al contar el despertar a la cinefilia de un chaval en la Sicilia de los años 40, pupilo de un desengañado proyeccionista. 'Cinema Paradiso' era una cabalgata nostálgica por la memoria colectiva de varias generaciones crecidas en las salas de barrio, que a finales de los 80 ya cerraban en masa.
Los cines, defendía el director italiano, albergaban el espíritu de una comunidad. Lo mismo que los videoclubes, sostienen Taylor Morden y Zeke Kamm, autores de 'El último Blockbuster', que acaba de estrenar en España el canal TCM. Cuando empezaron a rodar su documental hace dos años, todavía quedaban locales de la cadena de videoclubes más poderosa que ha existido en Alaska y Australia. Al terminarlo, ya solo permanecía abierto uno en Bend, una ciudad de unos 90.000 habitantes en Oregón de la que son originarios Morden y Kamm.
'El último Blockbuster' cuenta la historia de una compañía que nació en Dallas en 1985 y que en 2004 contaba con más de 9.000 establecimientos a nivel mundial (en España llegó a haber casi un centenar). La puntilla, al contrario de lo que se piensa, no se la proporcionó Netflix, sino la crisis financiera de 2008 y una serie de malas decisiones empresariales. Hubo un momento en el que Blockbuster, que también mantenía una división digital, tuvo la posibilidad de comprar Netflix, pero no le vio futuro a una firma que había empezado enviando DVD por correo.
Morder y Kamm nos recuerdan que en los inicios del magnetoscopio las cintas costaban 100 dólares. Mucho te tenía que gustar una película para realizar ese desembolso. A algunos comerciantes avispados se les ocurrió que podían adquirir cintas para alquilarlas, amortizando así el coste de compra. Los estudios de Hollywood intentaron impedir esa estrategia comercial y acudieron al Tribunal Supremo, que desestimó su demanda. Nacían los videoclubes, que se fueron adaptando a los cambios tecnológicos y a los diferentes sistemas (Vídeo 2000, Láserdisc, Beta, VHS) hasta fenecer por culpa de la tele de pago y el streaming.
'El último Blockbuster' se detiene en la liturgia de los establecimientos. El carnet que convertía en afortunado socio; el carácter tangible, físico, de las películas; el placer de perderse en las estanterías, disfrutando de las portadas y la lectura de sinopsis; la labor de asesoramiento de los dependientes, origen humano del algoritmo de Netflix; el anaquel de las cintas porno, responsables de una importante parte de la facturación de los locales; el 'rebobine, por favor' (be kind, rewind'), que dio título a una película de Michel Gondry en 2008; el olor a plástico, moqueta, chucherías y electricidad estática de los locales...
La heroína de 'El último Blockbuster' es Sandi Harding, la gerente del videoclub de Bend, convertido ya en objeto de selfies y lugar de peregrinación al que acuden cinéfilos de todo el mundo: en el filme hasta aparece un chico que ha viajado desde España. En la tienda de Sandi han trabajado todos sus familiares y muchos clientes han acabado siendo amigos tras décadas alquilando películas. Ella se ocupa de comprar los estrenos en grandes superficies o incluso en Amazon. No ha parado de dar entrevistas en los últimos tiempos y su hijo se encarga de llevar las redes sociales. En la página web vende 'merchandising', como ropa y una mascarilla con la foto de unas palomitas y el logo azul y amarillo de la cadena por 15 dólares.
«La codicia corporativa fue el verdadero asesino de Blockbuster», defiende Zeke Kamm, guionista y productor del documental. «A medida que investigamos y aprendimos más, nos quedó claro que todo era más complicado que culpar de la desaparición de la cadena a Netflix y las plataformas de streaming». Minusvalorar la importancia de Netflix no fue el único error de la compañía, pionera en informatizar su método de funcionamiento. No cobrar los recargos por no devolver las cintas a tiempo también causó estragos en su economía. La posterior venta de la compañía a Paramount significó el principio del fin.
El Blockbuster de Bend ya se ha hecho más famoso que Video Archives, el videoclub de Hermosa Beach, en Los Ángeles, en que trabajó QuentinTarantino en 1981. Los cuatro dólares por hora que ganaba no le importaban tanto como la posibilidad de ver todas las películas que le vinieran en gana. Según su biógrafa,Wensley Clarkson, el autor de 'Pulp Fiction' y su compañero y futuro cineasta Roger Avary organizaban ciclos y retrospectivas de Jean-Luc Godard, cine asiático o películas de cárceles de mujeres. A un cliente que se retrasó tres meses en la devolución de una cinta lo sacó a golpes de la tienda. A otro que se puso borde le estampó la cabeza contra el mostrador, salpicando todo de sangre como en una de sus películas.
«Hay algo que sucede físicamente en nuestro cerebro cuando interactuamos con otra persona, cuando tocamos medios físicos como un DVD», defienden los autores de 'El último Blockbuster'. «Se forman conexiones en nuestro cerebro que cambian la experiencia. Cuando preguntamos a la gente cuál era su película favorita para alquilar, nunca empieza su respuesta con el nombre del filme, siempre comienza relatando su experiencia».
El director Kevin Smith vaticina en el documental que los videoclubes pueden resurgir, tal como ha ocurrido con las tiendas de vinilos. Las plataformas nos lo ofrecen todo a un clic, pero no pueden competir con la experiencia de salir de casa y el contacto social. De 'El último Blockbuster' salió una edición en VHS que se agotó a las pocas horas. La tienda de Bend, con 4.000 socios y una oferta de 25.000 títulos (a 3,99 euros los tres días de alquiler), se beneficia de su condición de aldea gala de Astérix. «La gente me pregunta cómo compito con Netflix», se sincera Sandi Harding, a la que llaman 'Mamá Blockbuster' y que también se ocupa de arreglar los ordenadores del local, que todavía admiten disquetes. «Yo les respondo que no competimos con las plataformas de streaming. Nosotros damos un servicio de atención personal al cliente que no puedes disfrutar desde tu sofá».
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