'La pintora y el ladrón', un brillante relato acerca de la conexión humana
En cartelera ·
El hipnótico documental de Benjamin Ree cruza los destinos de una artista y el mangante que se ha llevado su cuadro para desarrollar una historia acerca de la amistad, la empatía, la expiación y la autodestrucción
La ausencia de grandes producciones está llevando a las salas de cine y a las distribuidoras a estrenar obras que, en otros tiempos, quiza no se hubieran dejado caer por la gran pantalla y, en tal caso, habrían pasado desapercibidas. Pero con documentales como ' ... La pintora y el ladrón', uno casi puede alegrarse de que estos días no haya mucho más que distraiga la atención. Nada en la hora y tres cuartos que dura el largometraje de Benjamin Ree resulta predecible y por eso el filme fascina e hipnotiza a partes iguales.
Ganadora del premio especial del jurado en Sundance, ya desde su arranque, el documental caza al espectador sin remedio. Barbora Kisylkova, una pintora hiperrealista checa que se acaba de mudar junto a su marido Øystein Steven a Oslo, expone dos de sus obras en la galería Nobel, 'El canto del cisne' y 'Chloé y Emma'. Al cabo de unos días, dos ladrones, a plena luz del día, se hacen con los dos enormes cuadros, valorados en 20.000 euros. El robo sorprende porque en lugar de rajar la tela, los maleantes han sacado, uno a uno, los doscientos clavos que la unían al marco. Gracias a las cámaras de vigilancia, la Policía identifica y detiene a los dos ladrones, pero no hay ni rastro de las obras. Karl-Bertil Nordland, el ideólogo del hurto, acude a una audiencia en el juzgado pero en un receso Barbora se acerca a preguntarle que por qué los robó. Su respuesta es simple: «Porque eran hermosas». La respuesta hace reír a la pintora que trata de averiguar qué fue de los cuadros. «No sé dónde están, ni lo que pasó, ese mes lo recuerdo muy borroso, llevaba cuatro días despierto y me había metido cien pastillas», responde. Como penitencia, Barbora le pide que se deje ser retratado a su salida de la cárcel. Él, en deuda, acepta.
Comienza así un documental distinto, lleno de sensibilidad, con un montaje virtuoso, obra de Robert Stengård, y una sencilla pero medida puesta en escena que juega a mostrar las dos perspectivas de la historia, la de Barbora y la de Bertil. Tres años pasó Ree, cámara en mano, recogiendo los distintos encuentros que la artista y el ladrón tenían inicialmente para hacer un retrato, que al final se convirtieron en varios. A medida que ambos iban conociéndose y se fue forjando una amistad cada vez más estrecha y sincera, mientras la posible ubicación de los cuadros se aleja al fondo de una historia que gira en torno a la conexión humana, la empatía, la autodestrucción y la expiación.
Narra Barbora, con voz en off, la complicada infancia de Bertil. Sus brazos, cosidos a picotazos, dejan claro que es drogodependiente. Él mismo cuenta que de los trece que formaban la pandilla en la que el estaba con 18 años solo quedan el y otro amigo vivo. El trapicheo, los golpes de poca monta y el consumo de drogas fueron construyendo la personalidad de Bertil, otrora un buen estudiante, atlético y entregado a los demás. La música, dominada por los sintetizadores y arpegios tranquilos de Uno Helmersson, aportan calor a cada revelación.
«Barbora -dice Bertil- se olvida de que yo también puedo verla». El ladrón describe a su nueva amiga como una mujer fascinada por el lado oscuro de la vida, por la muerte. «Se retrató cuando su exnovio la pegaba», apunta, «y tiene muchas pinturas oscuras, algo que da sustancia a sus cuadros y mayor significado a su obra». De cómo esa atracción hacia lo peligroso asusta al esposo de Barbora, o de las dificultades que atraviesan los artistas también se deja constancia en un documental cuya estructura acaba asemejándose más a la de un largometraje de ficción. Con momentos sublimes -el mar de lágrimas en el que se deshace Bertil cuando ve su retrato rompe a cualquiera- y giros que no hacen más que enriquecer y complicar la historia, uno acaba preguntándose si esta no será otra mentira en forma de documental, como aquel 'Searching for Sugarman', que se deshacía como un azucarillo con tan solo rascar en la superficie. Pero no, 'La pintora y el ladrón' es tan sincera y real como lo son sus personajes. Brillante.
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