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«La Guerra Civil en el País Vasco no acabó con el bombardeo de Gernika, sino que se prolongó durante generaciones», alecciona el protagonista de 'El hijo del acordeonista' durante una comida en un Estados Unidos de postal, la Arcadia que reencontró su amigo tras ... tener que huir de Obaba, donde le acusaban de chivato. La adaptación al cine de la novela de Atxaga es igual de ambiciosa que el libro: contar el desencanto de una generación que padeció el franquismo, pero que también salió desengañada de la violencia de ETA.
Una operación de corazón a vida o muerte en un hospital yanqui, «a un océano de Obaba», propicia el reencuentro de los dos amigos protagonistas tras veinte años sin verse. David (Aitor Beltrán) y Joseba (Iñaki Rikarte) pasaron de los juegos infantiles a militar en ETA por diferentes razones, uno llevado por el compromiso político y el otro arrastrado por el corazón. Uno se hizo escritor de éxito; el otro se buscó una nueva vida. Ambos siguen sin lidiar con las culpas del pasado. «Con esa decisión entré en la lucha armada: por mi amigo muerto o por el odio que sentía por mi padre», se verbaliza en una película aquejada de un mal habitual en las adaptaciones literarias: una voz en off que explicita lo que vemos en pantalla, como si el director no confiara en la comprensión del espectador.
No es la única pega de 'El hijo del acordeonista', que reincide también en la vieja costumbre de las estampas bucólicas a la hora de retratar la Euskadi rural y se muestra maniquea a la hora de dibujar a los malos de la historia: el cacique local, el inflexible jefe del comando etarra y el padre del acordeonista, un colaboracionista con el régimen franquista de quien el protagonista hereda un instrumento que acabará aborreciendo.
Divida en capítulos, bien trenzada en los saltos del presente al pasado, 'El hijo del acordeonista' arranca en Obaba y prosigue en Francia, donde los amigos empezarán a experimentar el desengaño. La actividad terrorista que muestra Bernués se limita a volar una escultura a los Caídos en la plaza mayor y el atraco a una empresa. Sin embargo, la Guardia Civil campa a sus anchas asesinando a Lubis (Eneko Sagardoy), algo así como el buen salvaje del pueblo, y las torturas de la policía a los etarras se ofrecen con delectación, incluidos los cigarrillos apagados en la espalda.
«¿En qué estas? ¿En la literatura o en la revolución», reprende el líder del comando a un personaje sobrepasado por la Historia. Era complicado llevar a la pantalla el universo literario de Atxaga. La riqueza de la vida en Obaba –el despertar erótico, el forzudo local, la relación con Lubis– se despachan con fugaces pinceladas. Queda una brillante imagen de cine: el fuelle del respirador en el hospital fundiéndose con otro fuelle, el del acordeón.
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