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'Plácido' no se pudo titular 'Siente un pobre a su mesa' por culpa de la censura. Hace sesenta años, Luis García Berlanga retrató a través de las peripecias del pobre Cassen intentando pagar la última letra de su motocarro un país en el que todos hablan pero nadie escucha, en el que la caridad cristiana es más falsa que un duro de cuatro pesetas, en el que los pobres son tan hijos de perra como los ricos.
¿Resulta familiar? El director valenciano, cuyo centenario se ha celebrado durante este año a punto de acabar, capturó a lo largo de medio siglo en sus películas la esencia de un país que contempló con una personalísima mezcla de sarcasmo y ternura. 'Plácido' fue un filme trascendental por muchos motivos. Marcó, como en 'Casablanca', el principio de una hermosa amistad con el guionista Rafael Azcona que duró diez películas. Al mismo tiempo, estableció dos rasgos de estilo a los que el realizador sería fiel hasta el final: el carácter coral de sus historias y los planos secuencia largos, invisibles, con una multitud de personajes hablando al mismo tiempo.
El reflejo de un caos a base de latigazos de humor y desolación, la radiografía certera pero dolorosa de nosotros mismos. «'Plácido' es una película que se codea con las más grandes obras maestras», alaba Fernando Trueba en su 'Diccionario del cine'. «Como ellas, habla de las debilidades humanas en un tono solo en apariencia menor. Nos obliga a reírnos de nuestras miserias, retrata minuciosamente un tiempo y un país pero lo trasciende, convirtiéndose en una obra universal».
Berlanga nació en Valencia en 1921 en una familia de terratenientes agrícolas por parte de padre y de comerciantes por parte de madre que regentaban la pastelería más suculenta de la ciudad. En su primera película, 'Esa pareja feliz', codirigida junto a Juan Antonio Bardem en 1951, ya contempla a un modesto matrimonio que, gracias a un concurso, puede vivir durante veinticuatro horas el sueño de una familia burguesa acomodada. Como ocurrirá con todos sus personajes, la ilusión de una vida mejor nunca llega a buen puerto.
El protagonista de 'Plácido' arrastra a su prole durante toda la Nochebuena, incluido el cuñado cojo permanentemente hambriento que borda Manuel Alexandre. Todo por la familia. Como en 'El verdugo', donde Pepe Isbert se jubila y su pusilánime yerno (Nino Manfredi), ante el peligro de perder el piso que por ser funcionario le ha sido concedido, se ve abocado a ocupar la plaza vacante, aunque en su interior conserva la esperanza de no tener que ejercer nunca. Mientras no le llaman sigue cobrando dos sueldos en una muestra de picaresca española: el de su oficio, empleado de pompas fúnebres, y el de verdugo. Claro que la familia berlanguiana por excelencia son los Leguineche, aristócratas venidos a menos a los que conocimos en 'La escopeta nacional'. El germen, la perdigonada en el culo que Fraga propinó a la hija de Franco en una cacería.
No vamos a engañarnos. La mirada de Berlanga a la mujer resulta discutible en la era del #MeToo. Su obsesión por las mujeres objeto está presente en las actrices y coristas que acuden a la cena de Nochebuena de 'Plácido', en la amante del marido de 'La boutique', en las extranjeras de '¡Vivan los novios!' o en las prostitutas de 'La vaquilla'. El cineasta nunca otorgó el papel protagonista a una mujer... salvo en 'Tamaño natural', culminación de esa cosificación de la mujer. La muñeca que volvía loco al dentista parisino que encarnaba Michel Piccoli salía a flote cuando este se lanzaba a las aguas del Sena, símbolo, según Berlanga, «de la mujer como superviviente y ser indestructible».
Erotómano confeso, coleccionista de juguetes eróticos en su mansión de Somosaguas, el autor de 'Calabuch' siempre dibujó a una mujer a la sombra del hombre. En contadas ocasiones, como en 'Novio a la vista', es ella la que conduce la acción. Su misoginia surge al considerar a la hembra un ser biológicamente superior, una tirana que le provoca odio y fascinación. «Mi misoginia es compleja y enrevesada», confesaba Berlanga. «No va nunca por el lado machista de pensar que la mujer es un ser inferior que está mejor fregando en casa. Todo lo contrario, ojalá fuera así».
La trilogía que arranca con 'La escopeta nacional' en un año tan simbólico como 1978 y títulos como 'Moros y cristianos' y 'Todos a la cárcel' muestran a un Berlanga más descreído y enfurecido que el de la primera parte de su filmografía. Del paso de Falange al Opus Dei en las instituciones al desencanto del Gobierno socialista.De una cacería como plasmación de las entretelas de un franquismo agonizante a la saga de los Leguineche, que en los primeros compases de 'Nacional III' ultiman la patente para un disparatado prototipo de paella, mientras la familia, que ya ha perdido el palacio, ve por televisión el golpe de estado del 23-F.
El hombre que desafió a la censura con 'El verdugo', una diatriba contra la pena de muerte acre y mordaz, siempre mantuvo su saludable escepticismo hacia la clase política. En dictadura, es célebre la frase que pronunció Franco después de que las autoridades españolas intentaran en vano retirar 'El verdugo' de la Mostra de Venecia: «Berlanga no es un comunista, es algo peor: un mal español». En democracia, su desencuentro con los socialistas lo plasma en sus memorias, cuando cuenta cómo se enteró de que ya no era presidente de la Filmoteca Nacional. Al salir de un estreno, saludó al ministro de Cultura Javier Solana, acompañado de Pilar Miró. «¡Hombre Berlanga! Creo que hoy he firmado algo para ti en el ministerio! ¿Qué era, Pilar?». «El cese».
Un productor contó una vez a Berlanga que en las batallas de la Guerra Civil, lo que más le encorajinaba era que el soldado enemigo le gritase «hijo de puta» en lugar de fascista. Y de ahí surgió 'La vaquilla'. Al final de 'Plácido', descubrimos que la familia protagonista vive en la Calle del Orden. «Todos estos 'desgraciaos' son iguales», espeta el hombre que viene a reclamar su cesta de navidad, dejándoles a dos velas en Nochebuena mientras escuchamos la letra de un villancico: «Nunca ha habido caridad ni nunca la habrá...».
En las películas de Berlanga, un paralítico o un pobre pueden recibir una patada en el culo. Y eso, según el director, no es crueldad. «Todo lo contrario, es la negación del paternalismo, de la falsa bondad, de la falsa caridad», argumentaba. En las trincheras de 'La vaquilla', desaparece la ideología y aparece la supervivencia de la picaresca. Al final, el animal muerto, banderilleado y destrozado, no es para ninguno de los bandos. Otros dos finales memorables describen el sentimiento de Berlanga hacia un país de corruptos e hipócritas, de santos e hijos de puta. 'Todos a la cárcel' culmina con un pedo a la cámara del empresario que encarna Saza; el último plano de su último largo, 'París-Tombuctú', rodado con 78 años, es un cartel que reza: «Tengo miedo. L.».
borja cobeaga
Si alguien tuviera menos de hora y media para conocer el cine que hacían Berlanga y Azcona, sin duda le recomendaría ver 'Plácido'. Ahí está todo: la coralidad, la verborrea de los diálogos superpuestos, el tono de crueldad combinada con ternura, los planos secuencia…
En 'Plácido' es donde Berlanga y Azcona ensayan y consiguen de forma más brillante esa estructura que luego repetirían en 'La escopeta nacional', la de un pobre hombre que se pasa toda la película intentando ser razonable en mitad del absurdo.
Era su primera colaboración, ya que Berlanga había visto 'El pisito', dirigida por Marco Ferreri y primer guion de Azcona, y tuvo un flechazo con su tono, su tema, su escritura. Como dice Fernando Trueba, como película navideña, 'Plácido' está más cerca de 'La noche de los muertos vivientes' que de Frank Capra.
ángeles gonzález-sinde
'Plácido' Es una película perfecta. Con un guion perfecto, sencillo en apariencia, de estructura muy clásica, pero invisible, que se desarrolla imparable de manera imperceptible. Su conflicto claro nos pasea de manera orgánica, creíble, inevitable, no solo por una pequeña ciudad de provincias, sino sobre todo por sus habitantes, de los más pobres a la burguesía hipócrita, presumida e indiferente. Me admira especialmente eso, cómo son capaces Azcona y Berlanga de utilizar de manera natural un despliegue de personajes que abrumaría a cualquiera en un bosque de entradas y salidas que no dan respiro, dando cada uno su lugar y sin que nos perdamos en el laberinto.
Me maravillan además los fondos, esa cantidad de acciones que se desarrollan en segundo plano, tras las escenas de los actores principales, tras una ventana, en un baño público, en un patio… Y, aunque hablan constantemente, la acción nunca se resuelve por el diálogo. El diálogo es otra capa de significado, pero no el principal ni el único. Si se hace el ejercicio de verla sin sonido, 'Plácido' es tan hermosa o más. Y al revés, si solo se escucha, se percibirá cómo está llena de detalles, no solo los visuales de luz y cámara o los actorales de un reparto excepcional, sino sonoros: un gato que maúlla, una radio que alguien sintoniza, un villancico manido…
Porque esa es otra: la presencia de los medios de comunicación como testigos e instigadores de un desastre del que luego se lavan las manos. Rodaron siete semanas en Manresa en febrero y marzo de 1962. ¡Quién pudiera viajar en el tiempo para aprender del maestro a hacer ese cine transparente, sin trampas ni trucos!
david trueba
La verdad es que es difícil decir algo original sobre 'Plácido'. A mí me parece magistral porque incorpora al cine español, en plena censura, la dinámica narrativa del cine italiano de la edad de oro de los años 50. Se trataba de hacer un retrato de la sociedad en su complejidad de clases, con la visión desde la precariedad familiar y el humanismo, pero sin dejar de lado la narrativa y también el humor.
'Plácido' es, en ese género, una obra maestra, ácida, contundente. Es cine social sin sermonear, sin ser previsible, sin predicar para convencidos. Es una película incómoda como un zapato con clavo, pero llena de seres desdichados, grises, reconocibles. Su forma de dialogar en colmena, con personajes como avispas laboriosas, es ejemplar. En su momento, recibió críticas crueles por fijarse en elementos oscuros de la sociedad. Se la tachó de «tremendista» y acusó de regodearse en el retrato del miserable. Como si ese mismo defecto no hubiera alzado a Goya a las alturas de gran pintor.
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