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Hace treinta años compramos una caravana con la que nos embarcamos con los niños en un viaje inaugural a Baviera, a través de Francia y Suiza. Huelga decir que entonces no había ni teléfonos inteligentes ni coches tomtones, solo mapas de carreteras con los que, ... a base de equivocarte y preguntar, acababas llegando. Todo iba sobre ruedas hasta que un domingo, entre Ginebra y Berna, el coche dijo hasta aquí hemos llegado y acabamos acampados en el arcén de la autopista. Por fortuna ocurrió cerca de un teléfono de emergencia con el que pedí ayuda, en francés. Sin visión de futuro, a los niños de mi generación nos enseñaron francés, no inglés, pero mira por dónde al final no fue tan inútil, porque llevábamos dos días por Suiza entendiéndonos en franchute. Pero contestaron en alemán y no sé cómo pudimos entendernos para que enviasen la grúa que nos rescató. Sin darnos cuenta, habíamos atravesado el Röstigraben, la imaginaria frontera lingüística entre las suizas franco y germanoparlante. El término significa «la zanja del rösti», una especie de torta a base de patata, típica de la Suiza alemana. Hay otra zanja lingüística virtual entre las suizas alemana e italiana despectivamente denominada Polentagraben, por un plato pobre italiano a base de harina de maíz.
En Suiza, ese país donde «nadie sabe quién es el presidente del gobierno» (J.L.Borges) hay cuatro lenguas oficiales: el mayoritario alemán suizo (Schwyzerdütsch), en realidad varios dialectos distintos del alemán-alemán, que sin embargo es el que enseñan en la escuela; el francés suizo, más parecido al francés-francés; el italiano suizo, muy similar también al de Italia, y el minoritario romanche, rético o grisón. En este paraíso centroeuropeo del asilo, la neutralidad, el queso gruyer y el secreto bancario, el multilingüismo, lejos de plantear conflictos sociopolíticos, es una seña de identidad nacional de la que los suizos se enorgullecen. Pero claro, no son tan cortitos, estúpidos ni palurdos como para desterrar de los cantones francófonos el alemán y el italiano, o de los germanófonos el francés o el romanche. En las escuelas se enseña obligatoriamente otro idioma oficial de la Confederación Helvética, además de un tercero extranjero, que suele ser el inglés. Porque, si a los niños suizos solo les enseñaran el idioma de su zona lingüística, de mayores podrían quedarse tirados en una autopista de su propio país y, al no poder entenderse con sus vecinos, acabarían no saliendo de su terruño.
Pero en España, donde por desgracia todos conocemos a nuestro líder mundial, llevamos camino de cavar zanjas lingüísticas tan invisibles como la de la Botifarra, la Paella, el Percebe o la Kokotxa. Cortedad, estupidez y palurdismo sobran al respecto.
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