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Hace treinta años compramos una caravana con la que nos embarcamos con los niños en un viaje inaugural a Baviera, a través de Francia y Suiza. Huelga decir que entonces no había ni teléfonos inteligentes ni coches tomtones, solo mapas de carreteras con los que, ... a base de equivocarte y preguntar, acababas llegando. Todo iba sobre ruedas hasta que un domingo, entre Ginebra y Berna, el coche dijo hasta aquí hemos llegado y acabamos acampados en el arcén de la autopista. Por fortuna ocurrió cerca de un teléfono de emergencia con el que pedí ayuda, en francés. Sin visión de futuro, a los niños de mi generación nos enseñaron francés, no inglés, pero mira por dónde al final no fue tan inútil, porque llevábamos dos días por Suiza entendiéndonos en franchute. Pero contestaron en alemán y no sé cómo pudimos entendernos para que enviasen la grúa que nos rescató. Sin darnos cuenta, habíamos atravesado el Röstigraben, la imaginaria frontera lingüística entre las suizas franco y germanoparlante. El término significa «la zanja del rösti», una especie de torta a base de patata, típica de la Suiza alemana. Hay otra zanja lingüística virtual entre las suizas alemana e italiana despectivamente denominada Polentagraben, por un plato pobre italiano a base de harina de maíz.

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