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Yo me acuerdo de un verano con los abuelos en el pueblo en el que no se hablaba más que de la sequía. Era a comienzos de los 90, un año que nos dio a los amigos por jugar a baloncesto en la cancha que ... había fuera del frontón y pasábamos ahí las tardes, sudando y comiendo flashes de lima limón bajo un sol indiferente, duro como el cañón de luz de un teatro. Yo, que por desgracia fui siempre un niño nervioso que se preocupaba mucho por todo, me ponía malo al oír por la radio que los pantanos se vaciaban, y al ver luego en los telediarios como salían hablando agricultores lúgubres y preocupados igual que los que yo veía subir del campo aquel verano mientras botaba el balón de baloncesto contra el suelo incandescente.
Lo normal en España es tener ciclos de pocas precipitaciones y ahora entramos en otro, eso es todo. Aquella sequía de mi verano infantil fue la más reciente de un periodo que se repite con el ritmo lento pero firme del corazón de un gigante. No cuesta nada encontrar que en los últimos 100 años hemos tenido al menos 7 sequías en España. En la que fue de 1943 a 1946 el Ebro redujo su caudal casi al completo, y el cauce del Manzanares se quedo totalmente seco. Hay registros más antiguos, como la de 1752, una sequía terrible que evaporó el río Tormes cuando no había coches contaminantes ni aviones manchando el aire ni fábricas disparando al cielo toneladas de gases venenosos. Va a ser bueno recordarlo cuando oigamos a los profetas del fin del mundo en las próximas semanas, porque igual que sucede en verano con los incendios, ahora está la sequía en el debate político, que cualquier cosa les vale para la picadora de carne; regresa la exageración al mitin, el aspaviento y el drama con los que se vuelve a tratar al ciudadano como al público infantil de un espectáculo de títeres de cachiporra. Con toda la gravedad que tiene el tema yo recomiendo preparar un paraguas para protegernos del fango melodramático que trae este nuevo apocalipsis climático y la parafernalia de demagogia que lleva detrás, montando escándalo como las latas atadas en esos coche de los recién casados.
Todas las sequías pasan, aunque yo no lo supiera aquel verano en el que botaba el balón, miraba a los labradores, y fallaba a la canasta. Lo entendí un par de años después, otro verano en el que mi hermano y yo bajábamos mucho al campo con nuestro abuelo. Llegábamos a la huerta que ya estaba exuberante y le veíamos abrir la compuerta de la acequia para regar los puerros y las lechugas, y el agua avanzaba como un ser vivo, como una serpiente de plata reclamando otra vez esos caminos de tierra abiertos a golpes de azadón.
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