Volver allá

Le juré personalmente que su turno llegaría este verano. Después de muchos meses arrumbado, acumulando toneladas de olvido que me negaba a limpiar para recordar ... el tamaño de mi promesa, iba a llegar el día. Había sido fiel a otros desconocidos, pero a él lo ignoré sistemáticamente. Y no fue por gusto sino por falta de tiempo, por exceso de cansancio, por el declive de mis ojos, por esa atracción falaz hacia la novedad que denosta al clásico. Al fin y al cabo no éramos desconocidos, nos habíamos encontrado hacía años. Pero quién era yo para justificarme y él para empatizar con mis excusas. Para resarcirle por la demora y el desprecio estaba dispuesto a que el reencuentro tuviera el sabor de las citas singulares y que su nueva etapa lejos del ostracismo no se estrenara en cualquier lugar. Lo llevaría junto a mí al rincón del salón que más aprecio; la única parcelita de mi territorio doméstico que siempre he defendido contra los invasores. Sería allí, acomodados ambos en el acogedor sillón que tiene el cojín hundido y el polipiel roído, donde recuperaríamos el tiempo perdido. Y todo, sin nadie alrededor. Solo sus palabras y yo. A partir de esa precisa hora en la que sé que el perro que el vecino tiene encerrado en casa deja de ladrar lamentando su soledad y el bloque entero suena a silencio. A la luz del flexo que incide directamente sobre ese trono, empezó a susurrarme al oído lo que yo en realidad ya conocía. Sabía todo lo que él llevaba dentro y él todo el placer que me provocó al principio y me provocaba ahora, aunque su tacto parezca ya lija y la tipografía se haya emborronado. Lo abrí y leí lo leído. «El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman 'allá'». Hacía calor, pero se me heló la sangre otra vez.