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Uno de los mejores momentos de la boda del sábado fue cuando salimos a la terraza del Gran Casino y empezamos a recordar nuestra fiebre adolescente por el rock. Ahí estábamos en una tarde chispeante del otoño santanderino con la luz en retirada, despidiéndose ya ... el sol en finos destellos de almíbar reflejados en los vasos de cubatas que movíamos gesticulando mucho un grupo ruidoso de cuarentones en traje y corbata. Volvimos a aquellos días frenéticos en los que montábamos bandas y tocábamos en un garaje y nos echábamos unos a otros por cantar mal o llegar tarde a los ensayos. Entonces en pleno cabreo juvenil armábamos otro grupo paralelo, algún proyecto acústico, o una banda a la que le faltaba un bajista o un batería sin dejar nunca de estrechar unos lazos de amistad que han pervivido hasta hoy a pesar de las distancias que nos ha impuesto la vida.

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