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No dice nada la RAE de que 'zarandear' signifique, una vez cada tanto –esta vez dos años, desde el 2019, con su premonitorio El desguace ... de las musas–, el asistir, de cuerpo presente, a un auto de La Zaranda, y lo que te traspasa por dentro (regalo la acepción, sin taburete a cambio). Y debiera decirlo, porque es –en vena– acervo, patrimonio, intrahistoria, jondo, España; aunque se postulen como una compañía inestable de ninguna parte; o igual es que España es también un crisol de inestabilidades deambulantes, de peregrinos en su patria. O la invertebración de la que hablaba el filósofo póstumo (¡qué diría ahora de que se haya verificado el viaje de una España invertebrada a una España vacía!: lo que cualquiera, que para ese viaje...). También, La Zaranda, trata en sus pasos de esa vaciedad levítica y deslocalizada, y la habita con ausencias a modo de fantasmas, musas, póstumos, parientes, santos, ecos, malditos, sombras y letanías. Esas letanías epigráficas y epitáficas que mantienen en pie a la soldadesca de sus trancos, preguntándose a cada minuto por la razón de algo o de alguien; latiguillos, jaculatorias sin solución de continuidad, sólo para ir tirando. Existencia de garrafón. Deseando estoy conocer cuál es la que hila esta Batalla de los ausentes. No me la quitaré de la cabeza en días, como me sucede siempre, que me la veo rezando por la calle. Todos los escenarios de las postrimerías de La Zaranda son campos después de algún tipo de batalla, y todos los personajes son de tropa, circulando por un teatro de enseres (de seguir 'siendo') que han quedado olvidados o rendidos en las trincheras: de la historia, de la inteligencia, de los afanes. Del propio teatro. Resta, cautivo y desarmado el ejército de sombras, una utilería inútil, pero proteica, que se transforma continuamente para acabar reabsorbiéndose en la ruina de partida. No hay rehabilitación posible. En el mismo tenor, todas las vestimentas de las figuras alumbradas por La Zaranda son sudarios y saldos, como heredados de antepasados, y muy fuera de talla, pero es lo que hay («Es lo que hay» sería una buena síntesis de sus estribillos). Siempre se me aparecen, viendo al elenco zarandil, aquellos mendigos de Viridiana, que cuando ocupaban, para profanarlo, el salón-comedor de la hacienda, lo primero que exclamaba uno de ellos era: «¡Qué manteles tan galanes!». El dramatis de La Zaranda se mueve en el marco de una galanura deshilachada y astrosa. Ya desahuciada. Y la música, por cierto (lo digo porque también, claro, suena Haendel en la escena susodicha de Viridiana), en todo entremés de La Zaranda, oscila entre lo procesional y lo sublime. No obstante, y para que nadie se llame a engaño, diré que esta tristeza estructural, por la que la Compañía ya pedía perdón allá por 1992, cuando en el panorama alrededor todo eran fuegos artificiales, que esa tristeza subcutánea, digo, es un tinglado súper dinámico, que evoluciona de una manera animadísima, casi como si fueran busterkeatons del esperpento, y que brilla la comicidad en sus accidentes, hasta la derrota final, que ya es apoteósica, una gloria, sic transit. El caso, a lo que voy, es que siendo de ninguna parte, La Zaranda nos toca por todas las partes, y cada uno de sus retablos, de sus vánitas, nos abre las carnes, y salimos del teatro como costaleros a los que les han quitado el paso de los hombros pero aún siguen dando pequeños tumbos, todavía zarandeados. No se trata, por tanto, sólo de 'ajetreo' o de 'azacaneo', como da entrada al término 'zarandear' el académico tomo, que también es todo eso, sino que es salir de la batalla de estos tiempos, como hace la milicia de esta función: manteniéndose en la reserva activa. Sacudiendo el burro de los uniformes y el baúl de los muñecos. Por no decir que además, si ya fuera poco festín, que lo vamos a ver hoy domingo aquí, antes que en la capital, que no va la Compañía hasta febrero. Yo, como partidario que soy de La Zaranda, me pondré hoy, mis mejores galas. Del difunto, por supuesto.
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